1879, bronce, 265 cm, glorieta del Ángel Caído, parque del Retiro, Madrid [E727].
Está inspirada en un fragmento del «Canto I» de la obra de Milton El Paraíso perdido, según se recoge en el catálogo de la Exposición Nacional de 1878: «por su orgullo cae arrojado del cielo con toda su hueste de ángeles rebeldes para no volver a él jamás. Agita en derredor sus miradas, y blasfemo las fija en el empíreo, reflejándose en ella el dolor más hondo, la consternación más grande, la soberbia funesta y el odio más obstinado». Es muy probable que la idea de representar al demonio como un bello atleta adolescente deba ponerse en relación con el Lucifero del italiano Costantino Corti, que figuró en la Universal de París de 1867, más que con la pieza tallada por Martínez Montañés para el Retablo de san Miguel de Jerez de la Frontera, como sugirió María Elena Gómez Moreno. La versión en yeso fue terminada en Roma en 1878, como trabajo reglamentario de tercer año, durante su periodo de pensionado en la Academia de España. Inmediatamente después fue presentada a la Nacional, cuyo jurado le concedió la primera medalla con cinco votos favorables, entre ellos los de Francisco Torrás, Jerónimo de Suñol y Carlos Luis de Ribera, mientras que se opusieron Vicente Esquivel, «porque no reunía las condiciones», y Eugenio Duque, que la encontraba «desprovista de todo buen gusto [...] y en ninguna relación poética con la fantástica creación» de Milton, aparte de consideraciones anatómicas y recuerdos barrocos, que consideraba poco afortunados, según recoge Reyero (2002). Los críticos españoles se mostraron entonces relativamente poco entusiastas con la obra. Así, Picón se limitó a decir que era «una composición atrevida, de incorrecto dibujo, pero vigorosa, enérgica, de un aspecto muy decorativo»; Rouget también se detuvo más en analizar defectos, «como por ejemplo el brazo derecho del ángel que es muy corto, como si el autor se hubiera preocupado al hacerlo de la perspectiva simulada». El más satisfecho fue Martínez de Velasco, para quien la expresión revelaba «claramente la desesperación, el despecho, el odio satánico del ángel rebelde, que pretendiendo ser igual a Dios, fue vencido y arrojado a los abismos del mal». Sin embargo, parece como si, una vez elegida para figurar en la Universal de París de 1878, hubiesen quedado olvidadas todas las adversativas, hasta convertirse en una escultura unánimemente admirada. Incluso ya entonces, los críticos franceses se dignaron referirse a ella con respeto: Lamarre y Louis-Lande hablan de su «sobrecogedora» actitud. A Jouin le parece que «el artista hubiera visto a Lucifer en su caída fulminante». Dubosc de Pesquidoux no tiene reparos en decir que «haría honor a cualquier artista. Sabiamente colocada y modelada, la figura tiene una expresión nueva [...]. Se adivina el dolor de su rencor en el modo violento con el que levanta su pecho, crispa sus dedos y lanza a Dios una incomprensible imprecación». También la crítica italiana la tuvo entonces en consideración. Entre otros, mereció la atención de Massarani, para quien «indudablemente queda fuera de lo que vulgarmente se llaman las cosas mediocres», y su interpretación cobra tintes de españolidad: «se parece bastante más al azufre de la Santa Hermandad que a las sublimes abstracciones de Milton». Antes de volver de París, el Estado español, que ya había adquirido el yeso, decidió pasar la pieza a bronce, para lo que llegó a un acuerdo con el escultor, que, si bien deseaba fundir la pieza en Roma, aceptó las condiciones que le impusieron. Una vez ingresada la obra en el Museo, se iniciaron los trámites para su exhibición al aire libre, en forma de monumento, inaugurado en 1885, sobre un pedestal ideado por Francisco Jareño. El modelo en yeso (destruido tras la fundición) fue adquirido por real orden de 4 de enero de 1879 por 4 500 pesetas, después de recibir primera medalla en la Exposición Nacional de 1878. Por el bronce se pagaron 10 000 pesetas. Fue cedido al Ayuntamiento de Madrid, para ornato del parque del Retiro, el 31 de octubre de 1879.