Eugenia Martínez Vallejo, desnuda
Hacia 1680. Óleo sobre lienzo, 165 x 108 cmSala 016A
Tras la muerte de Velázquez, Carreño (1614-1685) se reveló como su más legítimo continuador en la representación de los monstruos, bufones y enanos que pululaban por la corte española. Los inventarios citan en el Alcázar un abundante número de retratos suyos de este tipo, entre los que se encuentran los dos de Eugenia Martínez Vallejo (éste y el P646, donde aparece vestida), el de El bufón Francisco Bazán (P647) y otros, que desgraciadamente han desaparecido, de los enanos Michol, Antonio Macarelli y Nicolás Jobsum, y del loco José Alvarado. Los pocos que han llegado hasta nosotros muestran, de todos modos, que Carreño se acercó a estos seres a la manera de Velázquez, buscando dignificar su imagen en la medida de lo posible. La niña representada en estos lienzos se llamaba Eugenia Martínez Vallejo y había nacido en Bárcenas. En 1680 fue traída a la corte para ser admirada como manifestación monstruosa de la naturaleza. Tenía entonces seis años de edad y pesaba ya cerca de setenta kilos. Probablemente sólo asistiría a algunas fiestas de palacio a fin de que fuera contemplada, pues según Moreno Villa (que no encontró cuenta alguna que se refiriera a ella), no parece haber formado parte del servicio de la corte. En el mismo año de su llegada, Juan Cabezas publicó en Madrid una Relación verdadera en que se da noticia de los prodigios de la naturaleza que han llegado a esta Corte, en una Niña Gigante llamada Eugenia Martínez de la Villa de Barcena, del arzobispado de Burgos. Iba ilustrada con una xilografía y se reeditó en Sevilla y Valencia. A través de Cabezas sabemos que Carlos II la hizo vestir decentemente al uso de palacio, con un rico vestido de brocado encarnado y blanco con botonadura de plata, mandando al segundo Apeles de nuestra España, el insigne Juan Carreño, su pintor y ayuda de cámara, que la retrate de dos maneras: una, desnuda, y otra vestida de gala. Por lo demás, la descripción que hacía Cabezas de ella no podía ser menos caritativa, mostrando hasta qué punto debió esforzarse Carreño para infundir algo de dignidad a su deforme figura: Es -escribía- blanca y no muy desapacible de rostro, aunque le tiene de mucha grandeza. La cabeza, rostro, cuello y demás facciones suyas son del tamaño de dos cabezas de hombre, con poca diferencia. La estatura de su cuerpo es como de mujer ordinaria, pero el grueso y buque como de dos mujeres. Su vientre es tan desmesurado que equivale al de la mayor Mujer del Mundo, quando se halla en días de parir. Los Muslos son en tan gran manera gruesos y poblados de carnes que se confunden y hacen imperceptible a la vista su naturaleza vergonzosa. Las piernas son poco menos que el Muslo de un hombre, tan llenas de roscas ellas y los Muslos, que caen unos sobre otros, con pasmosa monstruosidad, y aunque los pies son a proporción del Edificio de carne que sustentan, pues son casi como los de un hombre, sin embargo se mueve y anda con trabajo, por lo desmesurado de la grandeza de su cuerpo. El qual pesa cinco arrobas y veinte y una libras, cosa inaudita en edad tan poca. En 1945 Gregorio Marañón hizo notar que esta niña representaba el primer caso conocido de síndrome hipercortical, señalando además que, por la decisión con la que empuña la fruta en el retrato en el que aparece vestida, debió ser zurda. Para mostrar a Eugenia desnuda, Carreño recurrió a un procedimiento sumamente raro en la pintura española: el retrato mitológico. Situó a la niña ante un fondo neutro, la hizo apoyarse sobre una mesa en la que hay racimos de uvas y, coronándola de hojas de viña y racimos, le hizo sostener otros con la mano izquierda, velando su sexo con las hojas de parra. Disfrazada de Baco o Sileno, Eugenia perdió mucho de su aspecto anormal y pudo ser confundida después en alguna ocasión con una representación más de Baco niño. Es posible que los cuadros no estuviesen terminados a la muerte del pintor, que siguió conservándolos en su taller hasta el final de sus días en 1685. Según Palomino, de La Monstrua desnuda (que por ser grosísima y pequeña hizo de ella un dios Baco) se sacaron muchas copias, que él [Carreño] retocó. Ninguna de ellas parece haber llegado hasta nosotros. Los dos cuadros permanecieron unidos en las colecciones reales hasta 1827. Tras ser llevados al Alcázar (inventarios de 1686 y 1694), pasaron al palacio de la Zarzuela, donde aparecen registrados en el inventario de 1701. En 1827 la vestida pasó al Museo del Prado, mientras que la desnuda fue regalada por Fernando VII al pintor Juan Gálvez, según cuenta Pedro de Madrazo. Gálvez debió de venderla muy pronto al infante don Sebastián Gabriel, que la tenía ya en 1843. A la muerte del infante pasó a su primogénito, el duque de Marchena, y después fue adquirida en fecha indeterminada por don José González de la Peña, barón de Forna, quien en 1939 la donó al Museo del Prado, propiciando que ambos lienzos volvieran a reunirse (Texto extractado de Álvarez Lopera, J. en: El retrato español en el Prado. Del Greco a Goya, Museo Nacional del Prado, 2006, pp. 114-115).