Populacho
1810 - 1814. Aguada, Aguafuerte, Bruñidor, Buril, Punta seca sobre papel avitelado, 177 x 220 mmNo expuesto
El término “populacho” con que Goya tituló esta estampa se ha interpretado tradicionalmente como una forma despectiva de calificar a los protagonistas colectivos de la escena. Es cierto que en su primera acepción, el diccionario de la Real Academia Española define al “populacho” como la “parte ínfima de la plebe”, aunque en una segunda acepción significa una “multitud en revuelta o desorden”. Escritores de la época como Moratín o Blanco White, entre los que existe una coincidencia ideológica con Goya, aplican este término referido al pueblo ignorante y vociferante. Como es fácilmente apreciable, la estampa muestra precisamente todos esos conceptos englobados en ambas definiciones y usos; un pueblo que privado de toda conducta lógica es capaz de cometer actos brutales contra la vida o de presenciarlos con cierta indolencia, amparándose en la multitud y el desorden. Son numerosos los testimonios contemporáneos que han llegado relativos a acciones del pueblo llano contra franceses, afrancesados o defensores de la legalidad vigente en los primeros momentos de los levantamientos de mayo de 1808, y que fueron difundidos a través de la prensa y más tarde en las memorias o historias escritas por sus protagonistas. La búsqueda de sucesos reales que pudieran haber inspirado a Goya fue, desde el momento de la publicación de la primera edición de los Desastres en 1863, uno de los caminos de investigación sobre la serie, y así Enrique Mélida, basándose en los sucesos referidos por el Conde de Toreno en su Historia del levantamiento, guerra y revolucion de España (1835) apuntó que la víctima podría identificarse con el marqués de Perales, que “fue arrastrado por el pueblo de Madrid, a consecuencia de lo de los cartuchos de arena cuando se aproximó Napoleón. Y pudiera dar lugar a esa sospecha la mujer que apalea el cadáver, que acaso represente la hija de carnicero, antigua querida del marqués, que ofendida por su abandono, fue principal instigadora del suceso”. Lafuente Ferrari era consciente de que acciones como ésta fueron frecuentes, y se recogían no solo en la Historia escrita por el Conde de Toreno, sino también en las Memorias de un setentón de Mesonero Romanos, quien describe cómo “fueron estas lamentables escenas, dirigidas contra los que, o por mala apreciación de los medios de resistencia, o por miedo, o por cálculo, se habían adherido a la causa francesa: entre ellas la más señalada y vituperable fue el bárbaro asesinato cometido en la persona del ex intendente de La Habana don Luis Viguri, grande amigo que suponían de Godoy, a quien arrastraron inhumanamente por las calles de Madrid, estableciendo un precedente que la gente aviesa se complacía en llamar La Viguriana, amenazando con igual suerte a todos los que calificaba de traidores”. Haciendo uso de sus recursos expresivos habituales, Goya deja en blanco la figura de la víctima en contraste con el intenso grabado de líneas de aguafuerte que aplica a los dos sádicos españoles que maltratan su cuerpo ya sin vida. Las similitudes formales con el grupo que compone “la canalla” en la estampa de la Tauromaquia 12 son evidentes (el afrancesado y el toro se convierten en víctimas indefensas de un enloquecido populacho), y ponen de manifiesto la proximidad cronológica e ideológica de ambas series. Los gestos y los rostros, como en tantas obras de estos años, muestran elocuentemente la violencia y la falta de razón. De forma muy expresiva, la cuerda atada a los pies del cadáver enfatiza el modo en que es arrastrado, y cómo se arrugan sus ropas en el torso, dejando las piernas y los glúteos al aire, donde un “patriota” va a clavar la medialuna que servía para desjarretar a los toros, y quién sabe si aquí va a servir para castrar al condenado. La violencia también asoma en la actitud de la multitud que observa el suceso. En algunos su gesto es de temor o compasión, como el de las mujeres de ambos extremos, pero otros, como el cura tocado con el sombrero de canal, parece contemplar la escena sin hacer nada, indolentemente, quizá aprobando la acción. (Texto extractado de: Matilla, J.M.: Populacho, en: Goya en tiempos de Guerra, Madrid: Museo Nacional del Prado, 2008, p. 314)