En realidad, yo entré en el año 1978. Alfonso Pérez Sánchez, que era el director del Taller de restauración, había pedido un restaurador titulado a la Facultad de Bellas Artes. Y el catedrático de la Facultad, don Francisco Núñez de Celis, me mandó a mí. Recuerdo que el primer cuadro que restauré fue el Pentecostés de Juan Bautista Maíno, que es un cuadro grande. Después hice dos cuadros de Antonio de Pereda de la iglesia del Carmen [Madrid] y otras obras bastante importantes. Entonces mi defensa era “ya que me daban la oportunidad, iba a trabajar lo más y lo mejor que podía”. Parece que fue a satisfacción de la dirección del Museo porque me mantuvieron trabajando. En aquel momento se trabajaba por obra, pero después me hicieron un contrato que se renovaba anualmente. Hasta que unos años más tarde me presenté a una oposición y reafirmé la propiedad de la plaza.
Fui entrando poco a poco. Era difícil entender la restauración en aquella época. Todo el Museo estaba oscuro, sucio. Prácticamente no había cuadros restaurados. Todos eran marrones, no tenían color. Recuerdo que sobre 1980 me encargaron restaurar un cuadro de Rubens, La fortuna. Hice una limpieza prudente del cuadro, y una vez acabado se iba a poner al lado de otros cuadros que eran marrones. Tenía un miedo tremendo. Cuando se colgó el cuadro, me bajé por la mañana y me senté en un banco que había a la orilla para ver la reacción de la gente. Pero nadie decía nada y pensé aliviado que no iba a ser un escándalo. En aquella época y ahora, cada vez que restauras un cuadro del Museo del Prado es como si te enfrentaras al examen de la reválida.
Trabaja en el taller de Restauración del Museo del Prado, especializándose en la obra de El Greco. También ejerce de profesor de restauración en la Escuela Oficial de Artes Aplicadas de Madrid, y en 2010 recibe el Premio Nacional de Conservación y Restauración de Bienes Culturales.
Entrevista realizada el 19 de abril de 2018