Entrábamos cuando se cerraba el Museo. Nosotros veníamos una hora antes porque te cambiabas a gusto, tranquilo. Andábamos por aquellos sitios que ya estaban cerrados al público. Cogíamos las llaves y los revisábamos nosotros para nuestra tranquilidad. Luego nos íbamos a Conserjería y salíamos juntos los conserjes y nosotros. Iba un conserje por abajo y otro por arriba haciendo que la gente saliera más o menos a su hora y de todas las salas. Eso para empezar. Luego una vez ya estábamos cogíamos veinte o treinta llaves, porque aquello era una caja de llaves. Supongo que seguirán igual. Y hay que conocerlas, ya no por su número, las conocíamos por el tacto. Y todavía no se me han olvidado muchas. Esas llaves eran las que se utilizaban para despachos, para entrar a restauración, para entrar en oficinas, en sitios, para abrir a la limpieza. Una vez que el servicio de limpieza había terminado, nos íbamos a puerta. Uno de nosotros y un jurado o dos, pedíamos a las señoras que enseñaran sus bolsos o sus cosas y luego se cerraba el Museo. Una vez que estaba todo cerrado se le comunicaba a consola, ellos ponían las alarmas y nos decían “todo bien”. Y había veces, dependiendo de la hora a la que se cerrase, cenábamos todos juntos. Nosotros éramos amigos todos. Si no se hacía la primera ronda y cenábamos después. Lo que fuese más lógico según el día. Después de eso, paseos continuos “ahora voy a ir a ver esto, ahora voy a ver lo otro, a los peines de vez en cuando, voy a bajar a almacenes…” Y si sonaba una alarma, pues claro, ni cenar ni nada. Lo normal. Luego por la mañana, en la última ronda, se recogían todas las llaves y se las dábamos a los conserjes que nos esperaban en la puerta. Se hacía otra requisa, entregábamos el Museo y nos íbamos. Andábamos unos 7 u 8 km todas las noches. Teníamos unos aparatitos para comunicarnos. Es muy grande esto.
Ha trabajado en el Museo del Prado dentro del servicio de vigilancia nocturna durante más de tres décadas.
Entrevista realizada el 05 de diciembre de 2017