Cuando yo subí a las salas el primer día, recuerdo el compañero que tuve: un señor que se llamaba Quintín [Muñoz Moreno], súper majísimo. El primer servicio que di fue en la zona de Rafael, creo que era de la sala 1 a la 7. Y yo llego ahí y pregunto: “¿Qué hago?, ¿cuál es mi trabajo?, ¿qué tengo que hacer?”. Nos habían explicado un poco cómo funcionaba, pero llegaron un día y nos dijeron que subiésemos a salas a vigilar. Era como una responsabilidad. Yo me acuerdo el primer día que no sabía ni moverme. Creía que todo el público que se acercaba a los cuadros iba a hacerles daño. Me dice mi compañero: “Tranquila, relajada, que no pasa nada, la gente que entra al Prado no viene a romper los cuadros, tú tranquila”. El trabajo del vigilante es muy importante, aunque a veces no se le da importancia. Es muy importante porque si no pasa nada, no hay ningún problema, pero si un día hay un problema, la verdad es que es una responsabilidad. Luego si es monótono o no, depende de cómo cada uno haga el trabajo. Para mí, el trabajo de vigilante no fue nunca monótono. Por ejemplo, aunque yo estaba pendiente de mi trabajo y no me movía del sitio, venía la gente y preguntaba. Hay personas que preguntan cosas porque quieren saber cuando entran en un sitio desconocido. Aquello que estaba a mi alcance y podía decirles, se lo decía. Yo estaba encantada. A lo mejor entraban grupos y si me gustaba lo que oía, también prestaba atención. O sea, que pasaba el tiempo muy bien dedicándolo a estas cosas.
Con los colegios había que tener mucho cuidado. Los críos iban con los bolígrafos o traspasaban los cordones. La tentación de tocar es muy común, yo pienso que es por curiosidad. El público que entra sabe que está en un museo y no debe hacerlo. Pero cuando está ante un cuadro sienten la curiosidad de ver cómo está hecho o se van a las mesas a ver el relieve. Y bueno, ahí está el vigilante.
La verdad es que, para nosotros, los grupos de niños franceses han sido los que se han portado peor en el Prado. A la mínima cogían los bolígrafos Bic, los vaciaban y metían papelitos, luego los soplaban y lanzaban bolitas. Yo me daba cuenta, y le decía a mi compañera: “Oye, vigila tus cuadros porque mira lo que está pasando”. Efectivamente fuimos mirando, y claro, tuvimos que llamar a los conserjes, que bajaron y lo vieron. Por los menos tres o cuatro colegios se han expulsado del Museo. Eran muy traviesos. Y cuando iban a Los fusilamientos ya era la guerra. Fíjate en la intención con la que venían esos niños que decían: “¡Españoles, españoles…!”. Lo decían con una agresividad que no te puedes imaginar.
Cuando desalojan el Museo, te quedas un ratito entre la tranquilidad y la felicidad de no oír más el murmullo de la gente toda la tarde o toda la mañana. Te relajas y miras los cuadros. Eso sí que es ver el Museo del Prado. La verdad es que te metes en todos los cuadros. Es muy bonito, y te quedas muy satisfecha de ver lo que estás viendo. No es lo mismo verlo cerrado que verlo con tantísimo público. No tiene nada que ver. Poder ver el Prado estando solo es un artículo de lujo.
Comienza a trabajar en el Museo como camarera, para pasar posteriormente a vigilante de sala, con alguna breve temporada en taquillas.
Entrevista realizada el 23 de mayo de 2018