Desde el primer día yo tuve una gran hostilidad de prensa. Era el último gobierno de Felipe González. La gente consideraba que yo venía de “El País”, sin darse cuenta de que yo colaboraba con “El País” pero que soy un universitario y no un periodista. Decían que me había colocado Polanco o cosas similares. Eso fue un martirio, no tanto por el insulto personal o la descalificación, sino que en cierta manera también dificultaba la marcha del Museo.
Tanto si dimites como si eres cesado tiene que ser por algo con respecto al Museo. Si no quieres que el Museo se convierta en un terreno de batalla política, un director no puede utilizar el Museo como lanzador de su ideología política. En eso creo que hay que ser absolutamente severo.
La razón de mi dimisión fue muy clara. La ministra de Cultura me desautorizó públicamente. Yo creo que un superior puede desautorizar o puede decir lo que quiera a un inferior en privado, pero si lo desautoriza en público, este último tiene que dimitir porque evidentemente le ha quitado todo el crédito. Yo no creo que la ministra lo hiciera conscientemente; de hecho, intentó de todas las maneras que no dimitiese. Podía soportar la falta de apoyo periodístico, la falta de apoyo público, pero si también me faltaba el apoyo político, era absurdo.
Todo eso se había generado porque dentro de la campaña de disparates, una de las cosas que se publicó fue que yo había autorizado un reportaje con unas sillas de diseño en el Museo. Primero, como le expliqué a la ministra, eso en el Museo se venía haciendo porque era una forma de tener recursos. Por supuesto, los directores anteriores habían hecho cosas infinitamente más discutibles, aunque fueran igualmente rentables. Yo miré con mucho cuidado que la actividad a desarrollar en el Museo tuviese un sentido. Por supuesto yo no aprobé este reportaje como si no supiese que intervenía esa revista —en la que había sido, pero que ya no era, directora mi mujer—. Había una comisión que aplicaba unos criterios no solamente económicos, sino que estudiaba lo que se quería hacer allí. A la comisión que estaba encargada de ese estudio, le pareció que la actividad no suponía ningún riesgo y la aprobó. Yo simplemente me encontré con un reportaje que decía: “El director del Museo del Prado deja el Prado para que su mujer instale unas sillas”. A mí eso no me afectó para nada porque estaba acostumbrado a ese tipo de campañas, pero de ahí se fue derivando y se empezó a plantear que se tenía que cambiar el criterio para alquilar las salas, cosa que me parece muy bien. Un día cuando iba al Museo vi en la prensa en una nota pequeña: “La ministra de Cultura desautoriza al director del Museo”; que daba a entender que yo no quería cambiar la legislación, cosa que no era de mi competencia. Esa desautorización, que en “El País”, diario que no me tenía particular inquina, la había puesto en un tamaño pequeño, pero que los demás la habían presentado con mucho realce, me pareció que era un motivo absolutamente imprescindible para dimitir y es lo que hice.
Director del Museo del Prado desde 1993 hasta 1994, fue miembro fundador y patrono del Consejo de la Fundación Amigos Museo del Prado. Asimismo fue catedrático de Historia del Arte en la Universidad Complutense de Madrid, comisario de varias exposiciones y crítico de arte.
Entrevista realizada el 04 de octubre de 2018