En la calle Amaniel había un taller de escultura de santos. Iba a verlo todos los días, cuando podía. Un día salió un señor y me preguntó qué edad tenía. Por entonces tenía unos doce o trece años. Como no podía entrar como aprendiz, debía entrar como alumno y había que pagar 5 duros. No los tenía y no lo pude hacer.
Entre 1939 y 1940, antes de empezar la Segunda Guerra Mundial, iba al taller de Gregorio Zabala, que me hizo aprender mucho. También a llorar y rabiar. Porque cuando hacías un trabajo y quedaba tan bonito, cogía y te decía: “Vamos a ver si está cuadrado”. ¡Plas! Y había que volver a repetirlo. Esto era así una y otra vez, hasta que decía: “Bueno, esto puede valer”.
Era oficial de primera, pero no me podían dar la categoría por la edad. Me ayudaban los oficiales. Ayudaban al ayudante, que era yo, con algunos muebles. Lo puedo decir bien a gusto. Cuando entré en el Museo trabajé por las tardes, ya que podía combinarlo con trabajos en otros talleres, pues me conocían y por eso me cogían.
Entra a trabajar en el Museo como carpintero y después de un breve periodo como vigilante de sala, se incorpora al taller de restauración realizando labores de carpintería, que era su especialidad. Su padre también trabajó en el Museo Nacional del Prado, y participó en la evacuación de las obras durante la Guerra Civil española.
Entrevista realizada el 11 de febrero de 2015