Cuando vine hacia el Museo, estando en Neptuno, tuve que preguntar a un señor que había por ahí “¿el Museo del Prado dónde está?” Y me dijo: “ahí enfrente”. ¡Lo tenía frente a mi! Subí las escaleras y ahí el conserje llamó a los otros compañeros ascensoristas y me dijo “ponte a las órdenes de estos que serán tus compañeros a partir de ahora”. Y allí estuve de paisano aproximadamente un mes, o un mes y pico, hasta que me hicieron el uniforme. Y nada, fui aprendiendo con ellos un poco: “toma la palanca, tira de la palanca, baja la palanca, aquí, primera planta, segunda, planta baja”. No había más. Mi sueldo en la mañana era de 550 pesetas y por la tarde de 400. En total eran 950 pesetas al mes. Con las propinas a lo mejor sacaba 100 pesetas, o 50 pesetas más. Llega un momento en el que sabes que estás en la mejor pinacoteca del mundo. Entonces era totalmente distinto de cómo es ahora. Las paredes estaban sucias, los suelos eran de madera. Una vez en el salón central, a museo abierto, salió una rata y el conserje me dice “niño, una rata”. Y yo que les tenía miedo, iba para un lado y la rata para el otro. “Pero niño, la rata”. Y fue él quien finalmente la empujó hacia el ascensor. Aquello fue una cosa de risa y nadie se enteró salvo el conserje y yo que la vimos. Pero pudo ser un escándalo. Por suerte se metió por el ascensor de Velázquez.
Entra a trabajar en el Museo como ascensorista, pasando después a vigilante y finalmente, desde 1997, trabaja como carpintero del Museo, que es su verdadera profesión.
Entrevista realizada el 19 de diciembre de 2017