Hacia 1565, óleo sobre tabla, 84 x 64 cm [P2656].
Esta tabla ingresó en el Prado en 1915 como parte del legado de Pablo Bosch. Es un tema muy repetido por Morales y su taller, pues debió suscitar de inmediato la simpatía de la clientela devota por lo encantador, y a la vez sentimental, de la escena. El pintor ha prescindido de circunstancias de tiempo y espacio, que hubieran precisado un episodio concreto narrado por los Evangelios, para crear no una imagen didáctica sino un icono devocional. Por eso se concentra exclusivamente en las figuras de María y del Niño Jesús, situándolas sobre un fondo negro. El mismo formato reducido invita a que el devoto tenga más a mano la representación, pueda mirarla de cerca de hito en hito y casi manejarla con los dedos. La finalidad, por consiguiente, es la de suscitar en el espectador por empatía sentimientos simultáneamente de ternura y compasión. En efecto, el tema elegido parece ser el medieval de la Virgen de la Leche, pues el Niño busca inquieto el seno desnudo de su madre para mamar, pero Morales no lo exhibe así debido al recato impuesto en España por el ambiente contrarreformista. Sin embargo, textos ascéticos contemporáneos del Flos Sanctorum de Alonso de Villegas (1568) y de san Juan de Ávila (Sermón de Navidad, 1570) no se andan con tantos melindres. Con la inquietud del Niño, cuyo movimiento está representado además en escorzo, contrasta la quietud y el reposo de su madre, vestida con túnica carmesí abierta en la zona del pecho, y manto azul marino, y sentada en un amplio bancal de piedra caliza del que se percibe uno de los extremos a la izquierda. Hijo y madre entrecruzan sus miradas, pero la de María es triste y melancólica, como si presintiese, después de la trágica profecía del anciano Simeón, las angustias y sufrimientos de la futura Pasión. Coadyuvan a intensificar este presentimiento pasionista la tez blanca, casi transparente, de María, los rasgos estirados de su rostro, los párpados bajos e inflamados que casi ocultan su mirada y los largos y casi crispados dedos de las manos con los que retiene más que abraza a su hijo. Pruebas del primor y virtuosismo con que el artista ha resuelto el tema son los cabellos de la Virgen y el Niño, dibujados hebra por hebra, el velo de sutil transparencia que cubre la cabeza de María y el blando sfumato que difumina los contornos y confiere blandura a toda la composición.