Isabel Aragón
1854. Óleo sobre lienzo, 79,5 x 65,8 cmEn exposición temporal
Pese a la escasa producción retratística conocida, es patente la sensibilidad mostrada por Luis Ferrant en este género, en el que, por lo general, se adaptó con certera precisión a los gustos de la alta burguesía madrileña de los años centrales del siglo XIX, empleando con cierta complacencia los prototipos de mayor éxito, sin renunciar por ello a su cosmopolita personalidad artística. Este delicado retrato de niña reproduce una de las más exitosas tipologías de su tiempo, pero fue resuelto de un modo insólito en contraste con su estilo más habitual, a veces algo blando y de entonación opaca. La pintura rememora la solidez de la tradición retratística del barroco español, adaptada, eso sí, a los modelos franceses académicos posteriores a Ingres. La rigurosa colocación de la figura en el espacio, definido por un fondo neutro oscuro arcilloso, la distribución de la luz a través de un pétreo sombreado remarcado especialmente a lo largo del brazo izquierdo de la joven, e incluso la misma pose de la modelo, evocan formalmente la tradición española y en concreto ciertos recursos de Zurbarán. Todo ello resulta de absoluta excepcionalidad en el contexto de la producción conocida de Ferrant, como también la intensidad tonal de su factura y la potente iluminación que baña la figura, que en el resto de su obra acostumbran a ser mucho más discretas. La tibieza de las carnaciones del rostro es casi el único testimonio ajustado a la edad de la modelo, de unos doce años, pues su directa y poco inhibida mirada no corresponde con la psicología de una niña al borde de la pubertad, como sucede igualmente con otros aspectos de la representación. En realidad, durante buena parte del siglo XIX fueron muy pocos los artistas que supieron captar ajustadamente a los niños en sus retratos, y fue bastante común que adoptaran poses y ademanes de adultos.
Isabel Aragón posa con un vestido gris azulado ribeteado con tiras de escocia y una camisa de blonda guarnecida con lazos de color rosado, adornos que estuvieron muy de moda en los años en que se fecha el retrato, pero que se aconsejaba emplear por separado y, más bien, por señoritas de mayor edad. La mano, de dibujo firme, sostiene un pañuelo blanco de seda bordada que destaca la sutileza de la fresca y clara encarnación de la piel de la joven. Ferrant describe atentamente el recargado atuendo de la damisela -para lo cual se sirvió de un dibujo consistente-, detallando con minucia sus valiosas joyas, propias de una mujer de más edad, o el elaboradísimo peinado con moños y trenza a modo de diadema adornado con flores naturales, que era característico de una muchacha adolescente, pero que resulta sobrecargado para el gusto del momento. De hecho, era frecuente en la prensa de esos años encontrar abundantes advertencias contra los desmanes de la coquetería femenina y sus afectados resultados -síntoma inequívoco de que era algo que se extendía en la buena sociedad de los años centrales del siglo- y que estaban especialmente mal vistos en las jovencitas de poca edad que -como lo haría probablemente la modelo de este retrato- anhelaban ser recibidas en sociedad, pero a las que se exigía, por encima de todo, extrema discreción.
La retratada es Isabel Aragón Rey, que casaría luego con Nicolás Escolar y Sáenz-López, reconocido médico madrileño, pariente cercano del político riojano Práxedes Mateo-Sagasta y Escolar (1825-1903), que fue varias veces presidente liberal del gobierno de España. El matrimonio Escolar Aragón tuvo una hija, Rita -que falleció sin descendencia-, y un varón, Carlos (1872-1958), ingeniero y presidente del Consejo Nacional de Obras Públicas entre 1941 y 1942. Carlos Escolar tampoco tuvo hijos de su matrimonio con Fermina González y en su testamento legó este retrato de su madre siendo una niña al Museo del Prado (Texto extractado de G. Navarro, C. en: El retrato español en el Prado. De Goya a Sorolla, Museo Nacional del Prado, 2007, p. 144).