El pintor Antonio González Velázquez
1785 - 1790. Óleo sobre lienzo, 80 x 58 cmNo expuesto
Se trata de una versión con variantes del retrato del pintor Antonio Miguel González Velázquez y Viret (Madrid, 1723-Madrid, 1794) (P7460) (Texto extractado de: Pintura del Siglo XIX en el Museo del Prado: Catálogo General, Madrid: Museo Nacional del Prado, 2015, p. 239).
Hijo del escultor Pablo González Velázquez y de doña Ana Vixet, Antonio González Velázquez (1723-1794) casó en primeras nupcias con doña María Machado, natural de Madrid, con la que tuvo dos niñas, Lorenza y María, de las cuales la segunda se casaría con el pintor Mariano Salvador Maella. Contrajo de nuevo matrimonio con doña Manuela Tolosa y Aviñón (P7459), unión de la que nacieron al menos ocho hijos, entre ellos el autor de este retrato. Formado en Roma con Corrado Giaquinto (1703-1766), su maestro llegaría a asegurar que la habilidad de aquel discípulo aumentaría si se detiene en los trabajos y pierde la viveza y prontitud con que los ejecuta. Fue un excelente fresquista y dominó, mejor que muchos pintores españoles de su tiempo, el arte de la composición y de la perspectiva. Su estilo es uno de los más intuitivos y jugosos de toda la pintura española de entonces pudiéndosele considerar como el mejor preparado y el que más imaginación demostró entre todos sus colegas. Hizo un testamento el día 12 de enero de 1794 y mandó que le enterrasen en un nicho del convento de carmelitas descalzos de Madrid.
Se muestra al pintor de medio cuerpo, con la paleta y los pinceles en las manos, sentado en una silla tosca, junto a una mesa en la que se aprecian distintos objetos, entre ellos sus lentes. Posee una figura corpulenta, ostenta peluca, con lazo y coleta que caen por la espalda y el hombro izquierdo, sobre una cabeza grande y rostro de facciones anchas y notable papada. Viste una amplia casaca, con camisa abierta ribeteada de encajes que combinan con los de los puños. El cromatismo es rico y diversificado, armonizando el del atuendo con la cortina adamascada amarilla, que enriquece la composición. No existe ninguna tendencia a la idealización o a la autolisonja, ni tampoco se advierte el deseo de agradar a un supuesto espectador. (Texto extractado de: Luna, J. J.; El retrato español en el Prado. Del Greco a Goya, Madrid: Museo Nacional del Prado, 2006, p. 164).