San Jerónimo
Hacia 1650. Óleo sobre lienzo, 187 x 133 cmNo expuesto
San Jerónimo medita ante un crucifijo en la soledad de su retiro. A su alrededor se despliega una amplia variedad de objetos que hacen alusión a diferentes facetas de su vida. Los libros, papeles y recados de escribir remiten a su gran actividad intelectual; la calavera a sus penitencias y el sombrero encarnado a su dignidad cardenalicia. Este lastimero pero conmovedor San Jerónimo penitente se constituye en la obra maestra que mejor representa la admiración y regocijo del joven Murillo a los pinceles del gran pintor José de Ribera. En efecto, la autoría de esta obra ha sido tradicionalmente muy discutida por la crítica especializada, a la vista de la portentosa ejecución en detalles tan excelsos como el tratamiento de la naturaleza muerta -los libros, el crucifijo, la pluma, la calavera-, el rostro arrugado y las manos curtidas del santo. Asimismo, está íntimamente relacionada con las representaciones de santos penitentes de Ribera, y en concreto con el San Pedro arrepentido de la Colegiata de Osuna, que Murillo muy probablemente pudo haber visto. Curtis en 1883 fue el primero en atribuir el San Jerónimo a Murillo, adscribiéndolo a su segunda manera; luego Mayer hará lo mismo entre 1936 y 1940, admitiendo la influencia de Ribera; finalmente lo hará Angulo, en 1981, con ciertas reservas.
De cuerpo entero, Murillo presenta la figura de San Jerónimo arrodillado, en actitud de recogimiento, con las manos juntas mientras contempla el crucifijo que yace sobre un roquedo. El ambiente lúgubre y tenebrista del cobijo, ayudado por un potente haz de luz procedente del exterior del cuadro, hacen la figura más potente y escultural. La intensidad del rostro del santo, concentrado en oración, y los objetos de escritorio, desparramados en dos niveles, evidencian la capacidad del artista para pintar al natural. Al fondo, en la embocadura de la gruta, se puede adivinar un sobrio celaje, desprovisto de todo exorno paisajístico que pueda distraer nuestra atención. Hoy en día, despejadas las dudas sobre su atribución, se puede reafirmar con palabras de Pérez Sánchez que este San Jerónimo es un auténtico homenaje del pintor sevillano al mejor arte del "spagnoletto". Como ejemplo de otra de las fuentes visuales de Murillo para esta obra, cabe señalar la cercana dependencia que hay entre la figura de San Jerónimo y la estampa del mismo asunto del pintor y grabador genovés Bartolomeo Biscaino (1629-1657), siendo Murillo aficionado a transmitir ese espíritu amable y delicado que le proporcionaban ciertas estampas italianas y flamencas, lejos de ese otro pietismo, frío y distante, visto en los santos ermitaños de Ribera.
Este San Jerónimo podría ser el que Ceán menciona en su "Diccionario histórico" al referirse a los dos cuadros comprados por Carlos IV en Sevilla, y que más tarde aparecen documentados en el inventario del Palacio Real de 1814. Nada sabemos sobre su procedencia anterior, aunque no sería descabellado pensar que, en su origen, formara parte junto a una de las Magdalenas penitentes u otro santo en esa misma actitud, práctica harto frecuente en este momento (Texto extractado de J. L. R. BL: en El joven Murillo, 2009).