Conversión del duque de Gandía
1884. Óleo sobre lienzo, 315 x 500 cm. Sala 061APintado por Moreno Carbonero tres años después de obtener su primer éxito público con El príncipe don Carlos de Viana (P6802), y como segundo envío de la pensión que disfrutaba en Roma, el presente cuadro es quizá -junto con el lienzo de Goya con el mismo tema- la visión pictórica más célebre y sobrecogedora de la renuncia al mundo de Francisco de Borja y Aragón (1510-1572), marqués de Lombay y luego IV duque de Gandía, tras contemplar el cadáver putrefacto de la emperatriz Isabel de Portugal, esposa de Carlos V, muerta en Toledo el 1 de mayo de 1539, cuyo cuerpo sería conducido a Granada; ciudad donde tiene lugar la escena. La atractiva belleza física y espiritual de la soberana, que había cautivado a toda la Corte, convertida ahora en repulsiva carroña, determinaron entonces al noble a Nunca más, nunca más servir a señor que se me pueda morir, ingresando pocos años después en la orden de los jesuitas, siguiendo a san Ignacio de Loyola, donde alcanzaría una vida de santidad.
El cuadro recoge el instante de la entrega del cuerpo de la emperatriz y la reacción de Francisco de Borja al abrirse el féretro: tiembla el marqués, da un gemido, su rígida fuerza pierde y á los brazos de su gentil-hombre, flojo y desplomado viene. Justamente galardonado con una primera medalla en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1884, su asunto y composición causaron el esperado impacto, siendo objeto de análisis de las mejores plumas del momento. Pintado como ejercicio final de la pensión de mérito que disfrutaba en la Academia de Roma y distinguido allí con la máxima calificación, Moreno Carbonero eligió para su obra un argumento con todos los elementos melodramáticos y sentimentales que definieron la pintura de historia de estos años, sin duda la época dorada del género. En efecto, la presencia morbosa de la muerte como protagonista absoluta de la composición y la manifestación pública del amor platónico y la rendida devoción que el entonces marqués sentía por su reina, en presencia de su propia esposa, Leonor de Castro, camarera de la emperatriz e identificable con la mujer que oculta el rostro para enjugar su llanto -producido quizá por sentimientos encontrados-, tejen una tensión argumental que sobrepasa la mera evocación histórica.
Por otra parte, el joven pintor dispone los diferentes elementos de su composición con una agudísima visión de la narración melodramática y el espectáculo escenográfico. En efecto, aspectos como la blancura del féretro y el catafalco, que ocupan gran parte de la superficie del cuadro, dispuesto en diagonal hacia el primer término, atrayendo así de inmediato la atención del espectador; el personaje que abre el ataúd cubriéndose la nariz por el inaguantable hedor de la putrefacción; la situación en el suelo, junto al túmulo, del gorro del noble, abandonado tras retirarse conmocionado del cadáver y la diversa expresión emocional de cada uno de los personajes -derrumbado Francisco de Borja en el hombro de su gentilhombre, llorosos, asombrados, curiosos o circunspectos los miembros de la corte de la emperatriz, e impasibles los representantes del clero- son algunas de las claves del éxito de este cuadro, junto a la soberbia técnica pictórica de que hace gala una vez más el artista malagueño (Texto extractado de Díez, J. L.: El Siglo XIX en el Prado. Museo Nacional del Prado, 2007, pp. 257-260).