El príncipe don Carlos de Viana
1881. Óleo sobre lienzo, 311,5 x 243 cm. Sala 061ALienzo pintado por el joven Moreno Carbonero a sus veintiún años, supuso el inicio de su merecida fama tras ser premiado con una primera medalla en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1881. El cuadro representa al príncipe Carlos de Viana (1421-1461), cuya novelesca y desgraciada vida fue uno de los temas predilectos de los pintores españoles de historia, sirviendo además en el siglo XIX de inspiración para varias novelas históricas, como la obra de José Zorrilla titulada Lealtad de una mujer y aventuras de una noche (1840) y el drama El príncipe de Viana escrito por Gertrudis Gómez de Avellaneda en 1844.
Hijo primogénito del rey Juan II de Aragón y de Blanca de Navarra, y heredero por tanto del trono de ambos reinos, el príncipe Carlos cayó en desgracia tras las segundas nupcias de su padre con Juana Enríquez, madre de Fernando el Católico, quien, ante la popularidad del príncipe Carlos en tierras de Cataluña, logró que el monarca hiciera prisionero a su propio hijo y legítimo sucesor. Al saberse despreciado por su padre para la sucesión a la Corona, y tras el fracaso de distintos pactos y tratados, el príncipe se resignó a una vida de retiro, dedicada al estudio y la lectura; días en los que disfrutó de la amistad del poeta Ausias March (hacia 1397-1459). Tras huir primero a Francia, se refugió luego en la Corte de su tío Alfonso V de Nápoles, recluyéndose en un monasterio cercano a la ciudad de Mesina, en el que se ubica la escena pintada por Moreno Carbonero. Después regresó a España, donde entró triunfalmente en Barcelona, siendo de nuevo víctima de continuas intrigas políticas y apresado por su padre en Lérida el 2 de diciembre de 1460. Falleció en septiembre de 1461 en la cámara alta del Palacio Real de Barcelona.
El príncipe se representa vestido con grueso manto de pieles y un gran medallón al cuello, acordes con su dignidad, y aparece en la soledad de la biblioteca del convento, sentado en un sitial gótico, con la única compañía de un perro adormilado a sus pies. Recostada su frágil figura sobre un almohadón y apoyando en otro su pierna izquierda, está pensativo, con un gesto de amargo desencanto y la mirada perdida, sosteniendo en la mano un legajo encuadernado que acaba de leer. Ante sí tiene un gran libro abierto sobre un atril, viéndose detrás una librería repleta de grandes tomos encuadernados en pergamino y varios rollos de documentos esparcidos por el suelo y los estantes. En esta espléndida obra de juventud, Moreno Carbonero asumió el riesgo -verdaderamente inusual en la pintura de género histórico- de reducir el contenido narrativo de la escena a una sola persona, la de su protagonista, volcando sobre él toda la intensidad argumental y dramática de la composición. Para lograrlo, concentró su atención en el reflejo de la personalidad interior del personaje, melancólico e introvertido, y en los polvorientos muebles y libros que envuelven su figura y que conforman el marco espacial de la estancia, adquiriendo éstos un protagonismo tan destacado como el del propio príncipe, acentuando así la sensación de abandono y reclusión de este intelectual personaje regio.
En efecto, la detenida recreación del artista en la reproducción de los libros viejos, rotos y ajados sus pergaminos por el tiempo y el olvido, haciendo en ello alarde de una asombrosa maestría pictórica, así como el mismo sitial en que está sentado don Carlos, cubiertos de polvo los relieves de sus cresterías góticas, introducen al espectador en el ambiente de abandono y dedicación a la lectura que vivió el príncipe durante su obligado retiro (Texto extractado de Díez, J. L.: El Siglo XIX en el Prado. Museo Nacional del Prado, 2007, pp. 254-256).