Autorretrato
1884. Óleo sobre lienzo, 118,5 x 90 cm. No expuestoDomingo demostraría desde su juventud unas facultades especiales para la pintura de retratos, que comenzó en sus primeros años dentro de la contención verista del realismo velazqueño, en obras de enorme intensidad expresiva, como Zapatero de viejo, y que evolucionaría con los años dentro de la estética del realismo francés del último cuarto de siglo. Dentro de este género, y como sucedería entre otros grandes maestros de la pintura valenciana de fin de siglo como Pinazo o Sorolla, Francisco Domingo mostró a lo largo de toda su carrera una especial afición por analizar los rasgos de su propia imagen a través de numerosos autorretratos, que pintaría en etapas distintas de su vida y de su evolución como artista.
Así, junto a un enérgico autorretrato juvenil firmado por Domingo en 1865, el Prado conserva esta poderosa imagen de madurez, firmada por el artista en París en 1884, a sus cuarenta y dos años de edad. En ella se retrata pulcramente vestido con chaqueta de terciopelo y corbata negras, sobre un fondo muy oscuro y de riguroso perfil, destacando en un marcado claroscuro los rasgos vigorosos de su enérgica cabeza, de poblada barba y abundante cabellera ensortijada. Está sentado ante un lienzo durante una breve pausa de su trabajo, sosteniendo en las manos la paleta y los pinceles y con la mirada fija hacia su frente, como observando el modelo de su cuadro, fuera del campo de visión. El planteamiento espacial del retrato y la propia apostura con que el artista se efigia, cuidando su indumentaria y con los instrumentos de su oficio, denotan la intención marcadamente pública de este autorretrato, bien alejado del carácter íntimo y privado que define por lo general este tipo de reflexiones de los artistas sobre sí mismos, que Domingo interpreta aquí por el contrario con un sentido rotundo y monumental de su propia presencia, con una evidente intención icónica.
Por otra parte, este espléndido autorretrato es bien demostrativo de la maestría alcanzada por Domingo en la plenitud de su madurez, extrayendo toda la fuerza de su vigorosa fisonomía y concentrando la energía temperamental de su carácter en el modelado de su cabeza, que pudo analizar a través del tradicional método del juego de espejos o bien a partir de fotografía, de uso ya muy extendido entre los retratistas de esa generación, y a la que Domingo había mostrado especial afición desde su juventud, conociéndose una interesante galería de retratos fotográficos del artista.
En efecto, Francisco Domingo muestra en el presente lienzo su absoluto dominio de los recursos de este género en la audacia de sus planteamientos plásticos, al situar su figura vestida de negro ante un entorno espacial intensamente oscuro, sobre el que se destaca su figura con un acusado contraluz, que resalta los perfiles de los objetos que denotan su profesión de pintor, con juegos de luz especialmente sutiles, como las sombras de los bordes del lienzo clavado en el bastidor o el perfil de la paleta silueteado por una intensa línea blanca, con la que define su superficie en el espacio, proyectándola hacia el espectador (Texto extractado de: Díez, J. L., El siglo XIX en el Prado, Madrid: Museo Nacional del Prado, 2007, pp. 350-352).