El pabellón de Carlos V en los jardines del Alcázar de Sevilla
1868. Óleo sobre tabla, 10 x 16,4 cmNo expuesto
La escena se desarrolla en torno a la arquitectura de lo que fue un cenador en la Huerta de la Alcoba, uno de los edificios más característicos ubicados en los jardines del Alcázar sevillano. A la izquierda, un personaje ataviado a la moda dieciochesca, con capa y bicornio, descansa sentado sobre el murete de azulejería que circunda el edificio, mientras entabla conversación con un hombre de espaldas que, a juzgar por su atuendo y los útiles de jardinería que le acompañan, un rastrillo y una regadera, ha de ser un empleado en la conservación del entorno. Resguardándose del sol con un abanico, y apoyada relajadamente sobre los azulejos del pretil, una dama presencia la escena desde la arquería encalada que rodea la construcción. En el primer plano, sobre el pavimento, unos pajarillos picotean y revolotean al sol, mientras una vegetación abundante de naranjos y parterres de flores enmarca y cierra en profundidad la composición, en la que se insinúa la imagen de un personaje recogiendo en una carretilla las naranjas desparramadas por el suelo. Este templete de jardín hoy llamado pabellón de Carlos V o, indistintamente, cenador de la Huerta de la Alcoba, fue en origen una construcción musulmana del siglo XII consistente en una cubba -alcoba, en castellano- que dio nombre a la huerta circundante y que serviría de musalla u oratorio de los jardines. Carlos V durante su reinado promovió la transformación de su estructura entre 1543 y 1046. Se rodeó la primitiva fábrica de galerías porticadas con columnas de mármol genovés y se cubrió de azulejería todo el paramento externo y los pretiles y parterres que lo circundan, iniciando de esta manera la conversión de los antiguos huertos musulmanes en los jardines de traza renacentista que han llegado a nuestros días. La extraordinaria calidad pictórica de esta tablita, aun en su reducido tamaño, nos hace deleitarnos con detalles descriptivos tan sugerentes como el verismo de la decoración de los azulejos, la vibración de las alas en movimiento de los pajarillos levantando el vuelo, la identificación concreta de los geranios, las gitanillas y las rosas entre la vegetación, o de los frutos del naranjo en las ramas o vertidos sobre el jardín, supliendo con un alarde técnico la intrascendencia del tema de casacón representado. Aunque este género también fue desarrollado -en escasa medida- por Raimundo de Madrazo, es sin duda la presencia de su cuñado Mariano Fortuny quien inspiraría, de algún modo, esta contenida puesta en escena, que más bien parece un scherzo privado entre ambos, al plasmar tan sólo en uno de los personales la ambientación del siglo XVIII. Gracias al estudio de infrarrojos realizado a la tablita, se ha podido observar que los trazos oscuros que a simple vista se observan en primer plano sobre el pavimento obedecen a un dibujo subyacente, probablemente a grafito, que el pintor realizó con la intención de marcar el espacio destinado a una fuente o estanque hexagonal, alrededor del cual revolotearía el grupo de pajarillos. Sin duda, hubo de ser un pensamiento inicial o una licencia ambiental y creativa del pintor ya que en el plano del trazado real de los jardines del Alcázar nunca existió una fuente en ese lugar. Sí la había, en cambio, en la zona oscura y profunda de la vereda central, donde el pintor sitúa la figura del jardinero recogiendo en una carretilla las naranjas caídas en el suelo. Efectivamente, también en la imagen proporcionada por el infrarrojo, vemos en la profundidad del follaje un espacio abierto, claro, poligonal, que simularía centrar la arquitectura perimetral de un estanque, cuya idea abandonaría el pintor, sustituyéndola por una imagen humana más narrativa. De la misma manera, se marcan también ciertas líneas de grafito o carbón que suponen variaciones respecto a la realización última, en la posición del bastón donde apoya su brazo el personaje dieciochesco, en el volumen de su capa e incluso, volviendo a la zona del estanque, ciertas líneas marcan el perfil de varias aves de unas proporciones mayores que la pintura final. También este paraje, fue fuente de inspiración para otros muchos artistas locales, sobresaliendo, sin duda, las repetidas vistas del pabellón plasmadas. (Texto extractado de: Gutiérrez Marques A., El Legado Ramón de Errazu, Museo Nacional del Prado, 2005, pp.150-152)