El Tajo en Toledo
1908. Óleo sobre lienzo, 215 x 200 cmDepósito en otra institución
La huidiza silueta de Andrade se escurre entre los intersticios de sus pinceladas. Puede que nunca lleguemos a verle con claridad y debamos limitarnos a suponer dónde se encuentra, dónde se siente su elíptica presencia, en qué fragmento preciso de cada uno de sus paisajes se aloja este irredento voyeur para, una vez allí, interpretar el mundo. Desde luego, hay un lugar indiscutible en el que podemos encontrarlo y está fuera del cuadro. Porque Andrade suele situarse allí donde nosotros nos encontramos como espectadores. Y lo hace para intercambiar sus ojos con los nuestros en una radical suplantación del "ver" por el "mirar". Andrade, como el Mr. Vértigo de Auster, habita con especial intensidad en los espacios vacíos que representan sus cuadros. Sobre todo si tales espacios rondan, independientemente de su escala, una noción de "abismo". Y tal vez ello sea así porque nada mejor que lo abismático encarna la pulsión romántica de lo "sublime" (pensemos en Friedrich como paradigma). Tal vez todos esos deseos, miedos, frustraciones, catarsis… que constituyen trazos fundamentales de la identidad del ser humano, son los que Andrade deposita en los vertiginosos vacíos de sus cuadros, una vez que atraviesa la membrana de su superficie para instalarse, errático y flotante, en su interior, siendo algo que percibimos con especial intensidad en varias de sus obras como este lienzo (Texto extractado de Brihuega Sierra, J. en: Ángel Andrade: la aventura del paisaje 1866-1932, Obra Social y Cultural, 2004, pp. 67-68).