La Adoración de los Magos
1631. Óleo sobre lienzo, 272,5 x 170,6 cmNo expuesto
Por sí sola esta pintura justifica sobradamente los elogios que dedicaron al artista escritores como Lázaro Díaz del Valle, que habló de las excelencias de sus pinceles, o Lope de Vega, que le incluyó en su Laurel de Apolo estimando que juntos llegaron a la cumbre hermosa,/ surcando varios mares,/ Vicencio (Carducho), Eugenio (Cajés), Núñez y Lanchares. Asimismo sus colegas Carducho y Cajés afirmaron en 1627 que Núñez era artista de muy buenas esperanzas y Palomino, años más tarde, subrayó su excelente habilidad.
Su estancia en Roma, al menos durante los años 1613 y 1614, le permitió conocer en directo el desarrollo de la polémica entre los partidarios de la pintura tenebrista y aquellos artistas que defendían con su arte el ideal académico boloñés, tomando partido como hicieron otros pintores por una fórmula intermedia de compromiso que resulta patente en esta Adoración de los Reyes. Tuvo que estudiar allí al tiempo que Reni y Domenichino pintaban algunas de sus más famosas composiciones y los experimentos tenebristas de los discípulos de Caravaggio los pudo asimilar suavizando el dramático sentido de la luz que aquellos defendían.
Además de repetir en alguna ocasión, muy literalmente, algún modelo humano -especialmente los infantiles- de Reni o, en sentido más amplio, de tradición boloñesa, se ha señalado que sus figuras corpulentas, anchas de formas y envueltas con telas resueltas con pliegues muy menudos, evocan las pintadas por Artemisia Gentileschi (1593-1653) en cuya obra, al igual que en la de su padre Orazio, se funden el caravaggismo con la tradición boloñesa. Asimismo existen grandes coincidencias con la obra de Bartolomeo Cavarozzi (1590-1625) que, como es sabido, trabajó en España en años próximos a los del regreso de Italia de Núñez, de donde éste volvió con la condición de académico romano de San Lucas, así como con la de Cecco de Caravaggio.
Utilizó una gama de colorido intenso y brillante, pero en esta ocasión prefirió una paleta de matiz sombrío, empleando varios tonos de un mismo color, sobre todo del verde que yuxtapone con otras tonalidades próximas como el azul claro turquesa. Su sentimiento cromático no difiere demasiado del de Maíno, que tuvo también una formación romana próxima a los medios estéticos que frecuentó Núñez después. El apretado y repleto esquema compositivo demuestran su capacidad de invención, aunque el punto de arranque sea todavía para las figuras principales un conocido grabado de A. Schongauer. La riqueza de los atuendos de los Magos y su fantasía están mirando a modelos rubenianos, al igual que los modelos de sus infantiles pajes, careciendo en cambio de la vibrante alegría y fastuosidad pictórica flamenca. La gesticulación de sus figuras, incluida la bellísima del San José, matizadas de decoro y contención, se acompaña con elementos tan exquisitamente romanos como el grupo de ángeles cantores o el espléndido basamento o altorrelieve, repleto de roleos de acanto, sobre el que a manera de trono se sienta la Virgen con el Niño, demostrando su ruinoso estado la superación conceptual de la edad pagana al tiempo que confirma la asimilación del gusto por los modelos clásicos por parte del artista.
Conserva un marco original, de espléndida calidad, con decoración de gallones en su parte exterior, dorado, similar a los que se incluían en los retablos madrileños de la primera mitad del siglo XVII, siendo su molduración idéntica a las peanas de esculturas realizadas por Manuel Pereira (Texto extractado de Urrea, J. en: Un mecenas póstumo. El Legado Villaescusa. Adquisiciones 1992-93, Museo del Prado, 1993, pp. 62-65).