Séneca, después de abrirse las venas, se mete en un baño y sus amigos, poseídos de dolor, juran odio a Nerón que decretó la muerte de su maestro
1871. Óleo sobre lienzo, 270 x 450 cm. Sala 061Galardonado con una primera medalla en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1871, al igual que la Muerte de Lucrecia de Rosales (P4613), ambos lienzos marcaron el retorno de la pintura española de historia a la Antigüedad clásica, y en concreto a la Historia de Roma; fuente inagotable de episodios ejemplificadores de la dignidad humana que, a diferencia del mundo neoclásico, fueron interpretados en el último cuarto del siglo desde una modernidad verista y, por tanto, mucho más cercana a los sentimientos humanos de sus protagonistas, sin perder por ello la nobleza heroica y moralizante de sus comportamientos. En esta ocasión, Manuel Domínguez eligió un argumento de la Roma antigua, aunque vinculado en gran medida al mundo hispano al tener como protagonista al filósofo cordobés Lucio Anneo Séneca (4-65 d. C.), maestro del emperador Nerón, quien ordenó su muerte acusándole de haber participado en la conjura de Pisón contra su persona. Burlando la ejecución de la orden imperial como desprecio hacia Nerón, Séneca decidió quitarse la vida desangrándose en una bañera tras abrirse las venas; episodio que inmortaliza este impresionante cuadro de Domínguez. No consiguió sin embargo así su propósito, ingiriendo después un veneno que tampoco le proporcionó la muerte, que le llegaría finalmente tras inhalar los vapores tóxicos emanados de un brasero.
Conocido tradicionalmente el lienzo con el título abreviado de La muerte de Séneca, la escena se ambienta en una fría estancia circular, que parece representar la sala de unas termas, decorada con ricos mármoles y relieves. En ella está situada la bañera en la que asoma el cuerpo macilento y huesudo del anciano filósofo, con la cabeza desplomada hacia atrás y el brazo caído, cubierta su desnudez por un paño sobre el que reposa una corona de laurel, como homenaje póstumo a la sabiduría del viejo filósofo. Reclinado sobre él, llora desconsolado uno de sus discípulos, sentado en una banqueta de bronce, cubriéndose con la mano el llanto de su rostro, mientras los demás permanecen en pie, contemplando con consternada serenidad la última exhalación del filósofo. Uno de ellos se lleva el puño al pecho jurando venganza por la muerte de su maestro con la mirada fija en su cadáver, viéndose detrás el pebetero con las brasas humeantes, instrumento definitivo del suicidio.
El éxito que esta pintura tuvo ya en su tiempo residió fundamentalmente en la modernidad que suponía la severa monumentalidad de su composición, así como en su elegante sencillez en la disposición de las figuras, de rasgos clásicos, situadas en un espacio interior amplio, de arquitectura rica y grandiosa. La escena se organiza sobre coordenadas verticales, marcadas por los personajes que permanecen en pie y la vasija del primer término y subrayadas por las columnas de la sala, frente a la horizontalidad del propio formato del lienzo, el perfil de la bañera y los frisos del fondo, formando una estructura reticular tan sólo rota por el cuerpo del joven inclinado sobre su maestro y el brazo desplomado del filósofo, cuyas extremidades marcan sendas diagonales paralelas. Así, conjugando tan estudiada rítmica, Domínguez logra una composición de enorme elegancia y solemnidad, concentrando toda la intensidad emocional de la escena en estos dos personajes principales. (Texto extractado de: Díez, J. L., El Siglo XIX en el Prado, Madrid: Museo Nacional del Prado, 2007, pp. 236-238).