Florero
1694 - 1700. Óleo sobre lienzo, 151 x 100 cm. No expuestoSobre el borde de dos repisas de piedra moldurada (P549 y P550) se apoyan sendos floreros de bronce de amplia base historiada y delgado fuste que abrazan, en un caso, un grupo de tritones (P550) y en el otro, a modo de minúsculos soportes, unos genios o amorcillos que interpretan el papel de dinámicos atlantes (P549). Desde estas bases se elevan dos prodigiosos conjuntos de flores hábilmente dispuestas contraponiendo texturas y colores con objeto de lograr una especie de portentosos surtidores vegetales de fastuosa y lujuriante vitalidad que prácticamente cubren la superficie de las telas con su masa. El fondo claro, en la parte inferior, que se oscurece progresivamente según se asciende al remate de las piezas, permite a tan multitonales y grandilocuentes compendios de flores destacar con fuerza y obliga al admirado espectador a valorar su magistral volumen y su riquísima variedad, perfectamente integrados en el espíritu abarrocado del momento, de teatral y fabuloso efectismo y opulencia.
Estos formidables agrupamientos florales, eminentemente atractivos y espectacularmente diversificados, del famoso autor napolitano de naturalezas inertes, debieron de ser pintados en Madrid durante su estancia, a fines del siglo XVII, cuando se iban extinguiendo las brillantes luces del Siglo de Oro español, al compás del decaimiento de la dinastía gobernante, la Casa de Austria, personificada en su último soberano, el desmedrado Carlos II. Por entonces, otro coterráneo suyo, Luca Giordano -el Lucas Jordan de la cultura hispana- llevaba a cabo el despliegue de sus fastuosos conjuntos pictóricos sobre las bóvedas de los palacios y edificios religiosos de la corte y sus alrededores, como el Monasterio de San Lorenzo del Escorial y la catedral de Toledo, al tiempo que ejecutaba numerosas obras de caballete. En ambos casos, los artistas representan el enérgico momento del gran barroco decorativo, que lleva casi hasta sus últimas consecuencias muchos de los principios estéticos desarrollados a lo largo de las décadas precedentes, a partir del instante en el que hace eclosión el movimiento que tantos cultivadores tuvo dentro y fuera de Italia.
Ambas obran suponen un ejemplo del mejor hacer del maestro, que en aquellos años había progresado suficientemente como para alcanzar una madurez creativa digna de un mejor tratamiento crítico que el que ha conseguido hasta ahora, opacado por los éxitos de los colegas más conocidos de la segunda mitad de la centuria y el primer tercio de la siguiente. Estos dos lienzos son obras de importancia y calidad notables que, aunque evidentemente se apoyan en la doble tradición napolitana y romana, anticipan, por su fondo más claro y su estilo ligero y lleno de encanto, efectos y sensibilidades ya plenamente dieciochescos que muy pronto constituirán la norma determinante de fantasías florales en decoraciones murales o de caballete, en ocasiones inscritas en armoniosas y complejas boiseries al gusto francés que consiguió ser el imperante en residencias palaciegas y mansiones aristocráticas por toda Europa y a lo largo de las fructíferas décadas del siglo de las luces.
Tanto por inventarios de colecciones antiguas como dentro del coleccionismo actual, se advierte que la presencia de cuadros del pintor es muy notable, lo que no debe extrañar considerando las tareas del artista en el territorio español durante unos años, lo que lleva a pensar que su estilo se avenía bien con el gusto por las composiciones complejas ilustrativas de las tendencias propias del periodo finisecular del siglo XVIII, cuyas inclinaciones al exceso y la complicación de elementos, son bien conocidas llegando a su culminación en los colosales retablos de muchos centros religiosos.
La influencia de las obras de Andrea Belvedere en el ambiente español debió de ser considerable -e incluso llegarían a sorprender a bastantes cultivadores del género, menos atrevidos a la hora de propiciar con los pinceles composiciones florales con tendencia a la prosopopeya- y a ellos se remiten muchos de los pintores de flores de la etapa académica, de la segunda mitad del siglo XVIII, auténticos impulsores de una renovación en el género que contrasta con la austera sobriedad de muchas de las creaciones más célebres y tradicionales del fabuloso Siglo de Oro que precedió a la centuria de la Ilustración, de cuyos avances fueron representantes hasta culminar en el triunfo del severo Neoclasicismo.
El pintor pertenece a la fértil escuela pictórica napolitana y se formó con autores distinguidos de ella -Giovanni Battista Ruoppolo (1626-1693) y Paolo Porpora (1617-1673-) así como con Abraham Brueghel (1631-1673), todos amigos de una aguda observación del natural y un poderoso realismo y ciertos contrastados claroscuros. Destaca por ser el postrero y más exquisito representante de aquella tradición que produjo soberbios ejemplares en el ámbito de la pintura de bodegón y de flores (Texto extractado de Luna, J. J. en: Italian Masterpieces. From Spain`s Royal Court, Museo del Prado, 2014, pp. 190-192).