María Teresa Moret
1901. Óleo sobre lienzo, 111 x 88 cm. En exposición temporalObra representativa de la plena madurez de Sorolla, es también uno de los mejores retratos femeninos que pintó. Su profundo conocimiento de la dama, esposa de uno de sus mejores amigos a quien retrataría el año siguiente, y la franqueza amistosa de su trato con ella, expresada por el artista en su dedicatoria, al par que el reconocimiento de su distinción y su cultura, le llevaron a plasmar, con la mayor naturalidad, su aspecto de dignidad elegante y bondadosa. María Teresa Moret y Remisa (1850-1929) era hija de Segismundo Moret y Quintana y de Concepción Remisa y Rafo, ambos retratados por Federico de Madrazo en su mejor periodo (Museo Nacional del Prado, P4466 y P 4473). Casó en 1875 con Aureliano de Beruete y Moret (1845-1912), de quien era prima. Dama culta, acompañó con frecuencia a su marido, que se dedicó entonces con mayor intensidad a la pintura, en sus prolongados viajes estivales por Europa. Fueron los padres de Aureliano de Beruete Moret y Moret, fino conocedor de la pintura y destacado historiador que llegaría a dirigir el Museo del Prado y a quien Sorolla retrató, a su vez, en 1902, completando la mejor iconoteca familiar española del momento, conservada en su integridad por el Prado. El Museo se benefició de su generosidad, manifestada en la donación de los retratos de sus padres, del suyo propio con el de su marido en cumplimiento del legado de éste, y de una excelente colección de paisajes del propio Beruete. Como luego su marido, la dama aparece sentada en un sillón en cuyo brazo se apoya, colocada de tres cuartos, con un elegante traje con encajes, adornada con unas pocas joyas, un colgante de perla en forma de pera, la alianza de oro y sortijas. El hecho de que aparezca desprendida de su manto de pieles, que la rodea, y también de sus anteojos, resalta el carácter directo y franco de su actitud. Aun lo acentúan el giro de la cabeza hasta colocarse casi frontal al espectador y la serenidad de la mirada, propia de la madurez de su medio siglo cumplido. El pintor evitó todo elemento que distrajera la atención de la figura y resolvió, por ello, el fondo, de una manera muy sobria, con una pintura muy disuelta que deja ver en algunas zonas la trama y la urdimbre del lienzo y en la que las luces derivan directamente, por tanto, de la preparación blanca de la tela. La luz se concentra en la figura, cuya ejecución, sobre todo en las calidades y brillos de la seda y las transparencias de las gasas del vestido, recuerda la suelta resolución de los retratos de la madurez de Goya, especialmente en los encajes, donde los rápidos barridos de las pinceladas de color negro y gris que arrastran la pintura seca, y dejan ver por debajo los blancos de la tela, lo mismo que en la factura muy libre de la piel que la rodea. También la fina cadena de oro, realizada con una pincelada longilínea y muy resuelta, pone de manifiesto la calidad de la ejecución. Por otra parte, la elegante contención de la figura recuerda la dignidad de los modelos de Velázquez, acorde asimismo con la sobriedad del colorido, característica de la tradición retratística española, aquí en finos tonos mate. La extraordinaria naturalidad de este retrato, el mejor entre las efigies femeninas de Sorolla dejando aparte las de su esposa Clotilde, que tienen un carácter distinto, no pasó inadvertida a la crítica ni, tampoco, a algunos escritores notables que se ocuparon de la pintura. Emilia Pardo Bazán, la más destacada escritora del naturalismo español, aficionada al arte y amiga de la retratada, era consciente, en su doble condición, que compartía con ella, de mujer culta y de aristócrata, de las dificultades que las convenciones solían imponer a los artistas en el desempeño del retrato femenino. Señaló la maestría del artista en el extraordinario parecido, sorprendida la expresión plácida y bondadosa del rostro, armonizada la toilette y pintados con maestría suma los negros encajes de Chantilly y la blanca seda del viso. Por su parte Juan Ramón Jiménez, que había pintado él mismo y tenía un gusto exquisito, y que años después sería retratado, como la propia Pardo Bazán, por Sorolla, alabó el cuadro, hidalgo de distinción y melodías. También lo encomiaron los críticos de la Exposición Nacional de Bellas Artes de Madrid de 1901, a la que concurrió con otras quince pinturas, cuya calidad le valió al pintor la Medalla de Honor (Texto extractado de Barón, J.: Joaquín Sorolla, Museo Nacional del Prado, 2009, pp. 286-288).