Retrato de caballero
Hacia 1843. Óleo sobre lienzo, 57 x 46 cmNo expuesto
Aunque la obra ha sido considerada como un autorretrato, cuando el pintor sevillano José Laguna Pérez la ofreció en 1886 al Prado no se consideraba como tal. En la propuesta de adquisición que Federico de Madrazo, director del Museo, elevó a la Dirección General de Instrucción Pública el 2 de octubre de 1886 indicaba que el cuadro, cuyo autor identificaba como Alenza, representa el retrato de un joven cuya personalidad no me es aún conocida. La obra ingresó, en efecto, como Un retrato. Madrazo había conocido al artista, de quien había sido condiscípulo, lo mismo que su círculo inmediato, de modo que resultaría extraño que no lo hubiera identificado. Por otra parte, los retratos xilografiados de Alenza, uno en óvalo, que publicó la revista El Renacimiento el 18 de abril de 1847, y el otro, de Urrabieta, sobre dibujo de V. Manini, ambos en la Biblioteca Nacional, dejan ver que las facciones son distintas, lo que se advierte con claridad en la boca y en el cabello. En 1899, cuando se publicó el catálogo del Museo de Arte Moderno, se consignó como retrato del autor. La edición de 1900 del catálogo mantuvo esa identificación. En la exposición de Barcelona de 1910 figuró como autorretrato y así ha venido considerándose después. Con todo, la disparidad de apariencia entre los retratos seguros de Alenza y éste del Prado ya llamó la atención de algún autor, como Valverde. Se trata de la efigie de una persona muy cercana al artista, que lo representó de media figura, en posición de tres cuartos con la cabeza girada para mirar al espectador. Viste corbata de lazo, chaleco amarillo dorado y levita de color castaño. La calidez de estos colores, entonados con el fondo, resalta la palidez del rostro y, junto a la oscuridad del fondo, le da un aura de misterio de espíritu intensamente romántico. Por otra parte, se trata de un retrato muy veraz, en el que el artista reflejó un rostro de facciones ligeramente asimétricas y con la nariz levemente torcida hacia la derecha y los labios perfilados con finura en un contenido rictus que, junto a la suave melancolía de su mirada, dejan percibir el carácter del personaje representado. La extremada sencillez de la composición y el sentimiento de profunda verdad que revela le convierten en uno de los más destacados ejemplos del retrato español de su tiempo. La resuelta ejecución de algunos trozos de la pintura, sobre todo la oreja, el cuello y la pechera de la camisa y el chaleco, cuya factura y juego cromático en blanco y oro recuerdan a Goya, contrastan con la pincelada más compacta del rostro. En éste se hace patente una delicadeza de rasgos que el pintor supo transmitir. La independencia de estilo con relación a otros artistas que muestra la obra concierta con el espíritu del pintor, descrito por el anónimo autor de la necrología que publicó en 1848 el Semanario Pintoresco Español, como aislado por el carácter y por la enfermedad, pobre y olvidado y aun desdeñoso de todo favor, y ajeno, en fin, a las pandillas y compadrazgos, que suelen ser entre nosotros la base de la reputación. En esa orientación y en la búsqueda de una profundidad expresiva, la figura de Goya fue la referencia natural para su arte (Texto extractado de Barón, J. en: El retrato español en el Prado. De Goya a Sorolla, Museo Nacional del Prado, 2007, p. 100).