Vista de Madrid desde la pradera de San Isidro
1909. Óleo sobre lienzo, 62 x 103 cmNo expuesto
Las obras de Beruete a menudo representan los alrededores de Madrid, donde residía habitualmente desde noviembre hasta junio. Además de las vistas del Guadarrama desde la finca del Plantío de los Infantes, que pertenecía a su esposa, son también frecuentes las de la propia ciudad desde el suroeste, adonde le resultaba fácil llegar desde su casa, situada en el número 15 de la calle Génova. Esos parajes eran los más amenos, pues el curso del Manzanares hacía crecer un arbolado de chopos, en aquella época ya sólo denso en algunos lugares, visible a la izquierda de la composición. Además, el hecho de celebrarse allí la romería del santo patrono de Madrid, lo había convertido en un lugar muy conocido. Varios pintores representaron desde allí la ciudad.
Hacia el río vierten las praderías en suave declive, resueltas por el artista con una pincelada amplia y jugosa, atenta a captar la diversidad de los verdes y ocres. En la que se representa en primer término, la de San Isidro, se celebraba la romería del santo patrono de Madrid. En estos lugares abundaban las ventas y mesones, junto a algunas casas, que el pintor representó con total exactitud, según revelan fotografías contemporáneas. El río se animaba por la presencia de lavanderas, que contrataban la colada de algunas familias madrileñas y del Palacio Real y que solían secar al sol las ropas, según se ve a la izquierda de la composición. Este tema, ya reflejado por el paisajista romántico Genaro Pérez Villaamil, fue frecuente entre los paisajistas realistas, y el propio Beruete lo abordó en diferentes ocasiones y lugares, aunque con figuras siempre de pequeño tamaño, pues no le interesaban en sí mismas, al igual que los animales, entre los que aparecen aquí algunas vacas a la derecha.
En cambio los edificios tienen mayor protagonismo en sus composiciones, a menudo como término final en sus vistas de ciudades desde el campo. En la composición destacan sobre el horizonte, de izquierda a derecha, el cuartel de la Montaña del Príncipe Pío, la mole blanca del Palacio Real y las cúpulas de San Francisco el Grande y San Andrés, cuyo tratamiento en certeras y precisas manchas los integra totalmente en el caserío de la ciudad. En paisajes amplios como éste, el artista suele mostrar una relación perfectamente trabada entre los distintos planos de profundidad, eligiendo la composición de modo que aparezcan según una ligera oblicuidad sus términos principales. Estos están definidos sólo mediante el color, ocre en el camino del primer plano, violáceo en el río y blanco y rojizo en los edificios principales de la ciudad. De todos modos, fiel a la visión impresionista y a su sentido del color local, utiliza pinceladas de distintos tonos que contribuyen a plasmar la luz precisa de cada elemento del paisaje en el instante en que lo pinta. Así puede verse cómo frente a los intensos blancos de los muros de la venta del primer término y los del tambor de San Francisco el Grande al fondo, hay un área de casas en sombra que aparecen en colores violeta y malva. En su madurez Beruete recurrió a veces, como en este caso, a un tratamiento para realizar el cielo a base de pinceladas de color moteadas que van variando del rosa al azul. En cambio, en la parte inferior resalta el contraste entre los blancos puros y los rojos sobre el verde.
La pincelada de Beruete, ajena, como la de Sorolla, a la regularidad de trazo, más frecuente entre los impresionistas franceses, suele ser alargada, como la de Velázquez, cuya técnica había estudiado en profundidad el artista, hasta el punto de convertirse en el autor de una importante monografía sobre el pintor. Beruete se imponía en su trabajo una ejecución alla prima, con la mayor economía de tiempo, en una factura precisa, muy sintética y certera, que a muchos críticos españoles de la época parecía demasiado deshecha. Sin embargo, la fluidez de la ejecución no lleva a la disolución de lo representado, pues la composición es muy consistente y el punto de vista elegido suele poner de manifiesto el carácter estructural del propio paisaje, desvelando a menudo aspectos inéditos del mismo (Texto extractado de Barón, J. en: El siglo XIX en el Prado, Museo Nacional del Prado, 2007, pp. 376-377).