Todos los días mi abuela preparaba el desayuno para mi abuelo, debía ser a las 10 horas de la mañana o 10 horas y media. Salía, daba la vuelta, subía la escalinata y entraba por la puerta del Museo. Entonces encontraba allí a mi abuelo. Mi abuelo llevaba una levita azul marino, muy elegante, con dos botanuraduras a los lados, bocamangas, y gorra de plato. Me encontraba con mi abuelo que era el responsable, el jefe de los otros dos porteros que estaban con él.
Le daba un beso, le daba el desayuno y entonces yo me quedaba libre. Como aún no iba al colegio porque entonces a los colegios no se iba a los seis o siete años, no tenía nada que hacer y me paseaba por allí, merodeando literalmente.
Primero saludaba al Conserje mayor, venerable y poderoso que también estaba allí con su uniforme en esa rotonda de entrada, cuyo suelo, creo recordar era de granito, de piedra. El Conserje era un hombre muy simpático con un bigote impresionante, de aquellos de la época, y que ejercía su función con gran dignidad. Era el Conserje, estaba allí un poco alejado, en mitad de la rotonda, y era una especie de gran supervisor de lo que por allí ocurría.
Entonces me adentraba por el pasillo central y siempre recordaré aquel pasillo de madera, de entarimado de madera, muy reluciente, perfectamente conservado que tenía la peculiaridad de crujir con los pasos de las poquísimas personas que había. Los visitantes de Museo eran escasísimos, eran seis o siete personas, gente muy fina, intelectuales, académicos europeos que venían a ver el Museo del Prado porque aquí la gente no lo apreciaba. En el Madrid de la posguerra la gente hambrienta no estaba para apreciar la bondad de tener un Museo tan bueno y dedicarse a visitarlo.
Entonces me encontraba allí un jovencísimo Tony Leblanc, que era el hijo del Conserje, que le debía haber empleado allí porque debía ser un tarambaina y no sabría qué hacer con él. Le había colocado de ascensorista cuando los ascensores aún llevaban una palanca para subir y bajar. Como tampoco utilizaba mucha gente el ascensor, aprovechaba sus tiempos libres y hacía zapateado. De modo que allí, en el Museo de Prado, uno se encontraba en una esquina un tipo zapateando. Después fue un buen actor, reconocido…
Yo seguía andando por el Museo. Todos los celadores me conocían, yo les saludaba y me saludaban. Pero yo iba en busca de mi celador favorito que era un celador llamado Calleja, que me contaba cuentos y al que le tomaban el pelo los demás celadores, compañeros, porque en aquella época había una editorial de cuentos que se llamaba Calleja. Entonces le decían en broma “tienes más cuentos que Calleja”. Una anécdota tonta que se me ha quedado colgada en la memoria. Estaba con él, me contaba unos cuentos y después continuaba mi paseo. Normalmente aprovechaba para ir a ver a mi tía que era copista.
Vivía con nosotros, era muy joven, debía tener unos dieciocho o diecinueve años y estaba en las salas. La iba a ver, le daba un beso, veía cómo iba el cuadro. No se dedicaba profesionalmente pero como no tenía otra cosa que hacer ni otro oficio, copiaba y lo hacía bastante bien.
Nieto de José Prieto, Portero Mayor del Museo Nacional del Prado en los años 40, vive en una de las casas del Museo con su familia, cuando era niño.
Entrevista realizada el 20 de febrero de 2018