Florero en un canastillo
Siglo XVII. Óleo sobre lienzo, 53 x 82 cmDepósito en otra institución
El origen de este cuadro y su pareja (P1058) se desconoce y únicamente se sabe que ingresaron durante el siglo XIX en el Museo de la Trinidad, de lo que se deduce que pudieron pertenecer a alguna institución religiosa de Madrid, sus comarcas próximas e incluso de áreas provinciales no remotas, más o menos vinculadas a la capital de España. Inicialmente se pensó que se trataba de obras anónimas de la escuela valenciana, según reza el primer catálogo llevado a cabo por Cruzada Villamil; no obstante, al entrar en el Prado y descubrirse la firma en la obra con la que forma pareja, se inventariaron con la correcta atribución a Bartolomé Pérez.
Curiosamente la presente obra, por circunstancias desconocidas, ignorando la relación con su pareja (P1058), fue depositada en la Universidad de Barcelona en 1883. No obstante y, probablemente por carecer de firma, o de otro tipo de rasgos identificadores, fue atribuida en principio a Juan de Arellano, estimando las concomitancias de estilo, presentación, dimensiones y aspecto de conjunto; no en vano se sabe que Bartolomé Pérez era discípulo de Arellano e, incluso, llegó a ser su yerno. Lo que resulta incuestionable es la cantidad de evidencias que conectan estas dos obras con las de su suegro y maestro, de quien proceden tanto el concepto compositivo de los agrupamientos como la manera de trabajar los pormenores, desde los pétalos al cestillo calado: además la tipología floral es muy similar en ambos autores -rosas, tulipanes, dalias, claveles, narcisos, etc.- lo que les aproxima decididamente. La iluminación, sin embargo, al ser más poderosa dramatiza el conjunto, tensión estética a la que contribuye la gama cromática, mucho más intensa; no obstante, los fondos que hoy se observan semejan mucho más oscuros que como debieron ser originalmente puesto que parece que la preparación de base que los constituye, con el paso del tiempo, ha trepado, dando lugar a una penumbra bastante marcada. Con todo, el resultado es de una brillante teatralidad y la riqueza de detalles muy acusada, lo que refuerza el valor decorativo, eminentemente barroco, de ambas piezas.
Desde el punto de vista de la tradición histórica esta fórmula es de honda raigambre en el arte occidental puesto que tal solución, muy sugestiva y rica en efectos teatrales, se observa en mosaicos romanos del siglo II de nuestra era, que hoy pueden analizarse en las colecciones que guardan los Museos Vaticanos. Por su elocuencia muda y su brillante ejercicio del pincel, las obras de Bartolomé Pérez ejercen sobre quienes las observan una especie de feliz y misteriosa fascinación que implica la contemplación consciente, unida a cierto grado de ensoñación merced a su vigoroso poder de evocación. Estimando la dependencia de modelos de Juan de Arellano que refleja esta obra, cabe pensar que fue realizada por Pérez en una fase relativamente temprana de su producción (Texto extractado de Luna, J. J.: El bodegón español en el Prado. De Van der Hamen a Goya, Museo Nacional del Prado, 2008, p. 106).