Mascarón con flores
1670 - 1680. Óleo sobre lienzo, 61 x 81 cmSala 018
Este lienzo y su pareja (P7929), que debieron formar parte de una serie de asuntos similares pintada entre 1670 y 1680, puesto que cuando menos se conserva una tercera pieza (Colección Abelló), evidencian que el autor dominó la temática floral, concreta y fantástica, ya que no en vano fue uno de los artistas especializados en el género, alcanzando un distinguido lugar entre quienes se dedicaban a él a lo largo de la segunda mitad del siglo XVII. Tal actividad era rentable y se fue consolidando en Madrid a medida que se popularizaban los asuntos con motivos florales, debido al éxito cosechado por Juan de Arellano, quien fue un autentico impulsor para tal temática dentro del ámbito de la naturaleza muerta, más inclinada al bodegón tradicional que al florero decorativo, durante el reinado de Felipe III y las tres primeras décadas del de Felipe IV.
Gabriel de la Corte, inmerso en la corriente creativa de la reproducción de conjuntos de flores, abriendo el camino a interpretaciones y fórmulas nuevas, también se dio a conocer por medio de una factura más libre, densa y empastada de la que empleaban quienes cultivaban tales agrupamientos con los pinceles. Análogamente se interesó por las composiciones más recargadas que llegan al horror vacui en ocasiones.
A tal efecto utilizó, tal y como aquí cabe apreciar, pormenores de carácter escultórico, dotándolos de una consistente corporeidad gracias a la combinación de un dibujo atinado, una tonalidad algo más oscura que la sencilla grisalla y un calculado juego de luces para producir la ilusión de molduras que se recortan sobre fondos muy sombríos. Como a la vez deben contraponerse a las distintas flores aplicadas sobre ellos o colgando en su cercanía, todas muy ricas en cromatismo, debido a sus propias cualidades de fanerógamas, adquieren un papel preponderante en la concepción general del efecto final de conjunto, complementándose ambas. Su peculiaridad viene dada también por el hecho, que señala Portús, de que tales estructuras de apoyo no poseen una naturaleza propia abstracta o arquitectónica, sino que son la consecuencia de traducir la morfología vegetal al lenguaje puramente ornamental puesto que se basan en roleos o arabescos de clara raigambre botánica; con ello se exhibe una doble vía de transformación del objeto originario a través de la representación artística.
Como consecuencia de todo ello, el espectador percibe una imagen de carácter decorativo en la que los protagonistas fundamentales -las flores, abiertas en toda su plenitud- queden fijadas por finas ataduras a una estructura sólida en piedra o de madera que parece suspendida en el aire; de lo que se deriva un aspecto general de colgadura, armonizándose las formas florales con los soportes de índole especial, sugeridora de vegetación petrificada a efectos de definitiva permanencia frente a la caducidad (Texto extractado de Luna, J. J.: El bodegón español en el Prado. De Van der Hamen a Goya, Museo Nacional del Prado, 2008, p. 110).