El entierro de San Sebastián
1877. Óleo sobre lienzo, 305 x 430 cmNo expuesto
Pintado por Ferrant como prueba de su pensión en Roma, este monumental lienzo es sin duda una de las obras capitales de la pintura religiosa española del último cuarto del siglo XIX y, probablemente, el mejor ejemplo de la profunda transformación que experimentó el género en estos años, tanto desde el punto de vista plástico como en su concepción ideológica y espiritual. En efecto, al igual que la pintura de historia había renovado su interpretación de la Antigüedad con un lenguaje que hacía próximos a los héroes clásicos, mostrándolos en su presencia más humana, también la Roma antigua sería inspiración para los jóvenes pintores españoles que marcharon a Italia a completar su formación y que se interesaron por recrear pasajes de los primeros años clandestinos del Cristianismo que sucedieron en las calles y catacumbas romanas, fundiendo así la inspiración devota con el tratamiento estrictamente histórico del hecho. Al cabo, la Historia Sagrada era la Historia por excelencia y todavía ocupaba el máximo rango en la jerarquía de los géneros pictóricos en los ambientes artísticos oficiales. Así, lejos del misticismo idealizante de las décadas anteriores, los pintores de esta generación interpretaron los sucesos religiosos con una inmediatez realista que humaniza a sus protagonistas y concentra toda la emotividad espiritual en la propia contención narrativa de los asuntos, vistos desde su lectura estrictamente histórica. De ello es máximo ejemplo este espléndido lienzo, que fue premiado con una primera medalla en la Exposición Nacional de 1878.
Conocido también con el título de San Sebastián hallado en la cloaca Máxima, más ajustado a su preciso argumento, la escena se ambienta bajo las impresionantes bóvedas de este gran sumidero de la Ciudad Imperial, cuyos fríos muros, cubiertos de líquenes, trasmiten la humedad lóbrega e inhóspita del lugar. Varios servidores descuelgan el cuerpo sin vida de san Sebastián, maniatado y sujeto por cadenas, que se aprestan a depositar en la camilla cubierta con un lienzo con el crismón, anagrama griego de Cristo. La patricia romana Lucina contempla el descendimiento con hondo dolor en su rostro, apoyándose en una joven sirvienta que sujeta en las manos un brasero para mitigar la frialdad de la cloaca. Junto a ellas, un muchacho de espaldas al espectador sujeta un jarro y un gran manto con el que cubrir el santo cadáver. Al fondo de la composición, otra criada vigila expectante al pie de las escaleras que conducen al exterior, ante el temor de ser descubiertos en su santa misión.
La emocionante belleza formal de este monumental lienzo y el hondo dramatismo con que está narrado su argumento muestran claramente las facultades de Ferrant como pintor y sus especiales dotes para el género religioso, al que se dedicaría con enorme éxito a partir de entonces. Así, en esta obra juvenil, realizada como prueba del aprovechamiento de sus estudios en Roma y segundo envío de su pensión, Ferrant pretende desplegar todos los conocimientos de su aprendizaje en la ambientación arqueológica del episodio, así como su dominio de la anatomía heroica del cuerpo masculino, que constituía entonces una de las disciplinas principales en la formación de los jóvenes artistas. En efecto, el cuerpo de san Sebastián y el grupo de hombres que lo sujetan constituyen uno de los fragmentos más bellos e impresionantes de la pintura española de la segunda mitad del siglo XIX en el tratamiento de la anatomía masculina, en el que su autor demuestra, además de su sólida formación dibujística, una total maestría en el manejo del claroscuro, consiguiendo espléndidos juegos de iluminación fuertemente contrastada entre el cadáver del santo, el paño blanco que lo sujeta por los brazos, el torso del hombre que le coge por las piernas o la propia escalera, con detalles de exquisita sensibilidad pictórica como el toque de luz en el brillo del borde de la túnica del sirviente vestido. Junto a ello, Ferrant también hace gala de sus facultades técnicas a la hora de matizar las gradaciones que dan relieve al sudario que cubre la camilla o la tenue claridad que se adivina al final de las escaleras y que perfila la silueta de la sirvienta que vigila la entrada. Con todo, el tratamiento lumínico de la escena hace concentrar lógicamente la atención en la figura de san Sebastián; soberbio ejercicio académico de desnudo del peso muerto de un cuerpo masculino inerte, que serviría de modelo hasta bien entrado el siglo XX a muchas generaciones de estudiantes de Bellas Artes (Texto extractado de Díez, J. L. en: El siglo XIX en el Prado, Museo Nacional del Prado, 2007, pp. 244-248).