La Inmaculada Concepción
Hacia 1660. Óleo sobre lienzo, 211,5 x 147,5 cmNo expuesto
La tipología facial de la Virgen, la seguridad del dibujo y la rotundidad con que están descritos los planos espaciales hicieron que esta obra fuera inicialmente atribuida a Claudio Coello (1642-1693), hasta que en 1986, cuando se tenía un conocimiento más preciso de la personalidad artística de Mateo Cerezo, Rogelio Buendía e Ismael Gutiérrez Pastor señalaran a este artista como su autor. Esa atribución es la que actualmente se mantiene, y se sustenta en la comparación con obras firmadas de Cerezo. Como muchos pintores de su generación, este fue un prolífico autor de Inmaculadas desde principios de la década de 1660, cuando una bula papal impulsó definitivamente esta devoción. Entre la decena de obras de este tema que se relacionan con Cerezo, esta se distingue por ser la más abigarrada y dinámica. También porque María mira hacia lo alto en vez de recogerse en un gesto devoto e introspectivo, como fue más habitual entre sus obras de este tema. La Virgen, con el acusado despliegue de su manto, invade gran parte de la composición, y a su alrededor los ángeles portadores de los símbolos de las letanías crean una trama de gran densidad. Ese abigarramiento, sin embargo, no impide que impere en el cuadro una eficaz sensación de dinamismo, a la que contribuyen no solo el vuelo del manto, sino también la gran variedad de posturas de los ángeles, con las que Cerezo demostró sus capacidades para el estudio anatómico, además de su condición de consumado colorista.
Estas características relacionan la obra con los cuadros de tema mariano que estaba realizando desde mediados de la década de 1650 Juan Carreño de Miranda (1614-1685), en cuyo taller se formó Cerezo. La comparación de esta obra con piezas importantes de Carreño, como La Asunción de la Virgen (h. 1657) del Museo de Bellas Artes de Bilbao, ayuda a explicar algunas de sus características principales, como la solución que da al manto o la manera como están descritos los ángeles. Sin embargo, frente a la unidad tonal que predomina en Carreño, Cerezo prefiere jugar con la variedad y el contraste cromáticos, especialmente a partir de azules, rojos y marfiles. La cercanía a Carreño, y el hecho de que a partir de 1661 cambie la tipología de las Inmaculadas de Cerezo, hacen que esta obra se feche en torno a 1660. Llama la atención el cuidado que ha puesto su autor en la descripción de los atributos de las letanías. Especialmente la corona, el cetro y el espejo se conciben como piezas de orfebrería extraordinariamente delicadas y muy ricas. Entre las tres, crean una trama de oro y de brillos de gemas que se prolonga a través del rico ribete del manto de la Virgen, enmarcando entre todos la figura de María por su flanco derecho. El carácter tan individualizado que ha concedido el pintor a estas piezas, y la morosidad con que las ha descrito otorgan a esa zona del lienzo una personalidad singular, y constituye un eco de ese juego cromático tan pautado y contrastado al que hemos hecho referencia (Texto extractado de Portús, J. en: Donación de Plácido Arango Arias al Museo del Prado, Museo Nacional del Prado, 2016, p. 52).