La Inmaculada Concepción
1682. Óleo sobre lienzo, 206,5 x 144 cmNo expuesto
En esta pintura vemos a la Virgen de pie, sobre la luna y rodeada de nubes, en una imagen que supone una variación respecto al tipo de representaciones de la Inmaculada predominantes en Sevilla. Mientras que en estas se hace hincapié en el dinamismo y se buscan fórmulas de lectura inmediata y contenido triunfal, Valdés Leal propuso aquí una aproximación más reflexiva al tema, que se plantea de una manera más compleja. María no se eleva triunfal al cielo, pues tanto su manto como su lenguaje corporal y su expresión facial rebosan intimidad y recogimiento. Algo parecido ocurre con los ángeles niños, que no revolotean raudos a su alrededor, sino que la rodean sosegados y devotos, portando en sus manos ramas y flores, entre las que se distinguen rosas, azucenas, una espiga de trigo, un ramo de olivo y una palma, todos ellos atributos marianos. En la parte inferior derecha, dos ángeles sostienen un espejo a manera de custodia, en el que vemos al Niño Jesús. Su imagen es resultado del reflejo de un rayo de luz que parte del Trono de la Sabiduría y parece atravesar el cuerpo de la Virgen, con todo lo cual se construye una sutil alegoría sobre la concepción inmaculada de María. Ese uso del reflejo en el espejo para aludir a ese concepto estaba bastante extendido en la cultura simbólica de la época, lo que facilitaba extraordinariamente la comprensión de esta imagen por el fiel. La presencia de la Paloma y de Dios Padre, que se inclina solícito hacia María, completa la representación de la Trinidad en esta composición que nos habla de los fundamentos teológicos de la Inmaculada y nos recuerda algunas de las virtudes asociadas a María.
Resulta espléndida la manera como Valdés Leal ha utilizado el color para ordenar el discurso. El cuerpo de María, delicado y sólido, adquiere el protagonismo cromático y formal, con su manto azul y su túnica marfileña; y su actitud recogida condiciona el clima emotivo de toda la composición. A su alrededor, tanto los ángeles como, sobre todo, la Trinidad componen un entorno más etéreo, y tanto los naranjas del rompimiento de glorias como el azul del cielo disuelven las formas y evitan disputar el protagonismo a la Virgen. Se trata de una obra de la madurez de Valdés Leal, fechada el año de la muerte de Bartolomé Esteban Murillo (1682), y cuando su autor se encontraba en la última década de su vida. Por el sosiego con que está representada la Virgen, y la introspección de su actitud, se emparenta con obras tardías suyas, como una Inmaculada de colección particular de Barcelona, y muestra hasta qué punto Valdés supo, en ese momento tan avanzado de su carrera, ser original no solo respecto a sus propias interpretaciones anteriores, sino también en relación con la rica tradición concepcionista española (Texto extractado de Portús, J. en: Donación de Plácido Arango Arias al Museo del Prado, Museo Nacional del Prado, 2016, p. 50).