Retrato de enano
Hacia 1626. Óleo sobre lienzo, 122,5 x 87 cm. Sala 007ADurante siglos, la presencia de seres deformes en el entorno de reyes y personas principales fue habitual, tanto en España como en la mayoría de las cortes europeas. Eran vistos como individuos excepcionales, anormalidades de la naturaleza cuya exhibición se convertía también en su forma de vida. Solían ser retratados para dejar testimonio de su extraordinaria apariencia y, más aún, como prueba de la estima de sus amos. En la corte española estuvieron especialmente presentes durante el reinado de la dinastía de los Austria, ocupando amplios espacios de la vida palaciega, junto a bufones y locos. Fueron asiduos acompañantes de los pequeños príncipes y sirvieron de continuo divertimento al rey y su familia, aliviándolos en parte del rígido y solemne protocolo de la corte. Las apariciones de enanos en lugares distinguidos durante los ceremoniales eran frecuentes. También estaban presentes en las comidas e incluso en los despachos oficiales, y podían hacer de mensajeros y espías. En muchas ocasiones vestían de forma llamativa, practicaban cabriolas o saltos y realizaban comentarios grotescos y maliciosos, vetados a los servidores y cortesanos a los que se consideraba cuerdos. Una permisividad que contrastaba con la adulación y la hipocresía permanente que rodeaba al rey o al poderoso.
Las más famosas representaciones pictóricas de estos personajes se deben a Velázquez, quien retrató a esa corte paralela de enanos, locos y bufones del reinado de Felipe IV. Sin embargo, existen notables ejemplares anteriores, como este singular retrato que refleja de manera extraordinaria la naturaleza del enano como espejo deformante de la realidad.
Aunque sin firmar, la pintura se atribuye al pintor español de origen flamenco Juan van der Hamen, afamado en la corte de Felipe III por sus bodegones, caracterizados por un marcado realismo y una iluminación tenebrista que emparenta con la pintura de Caravaggio. Esas características se corresponden bien con este impresionante retrato donde, al igual que luego haría Velázquez, otorga una gran dignidad y fuerza expresiva al rostro del personaje, situado en un espacio casi abstracto, apenas construido por la sombra que proyecta el individuo. El pintor lo presenta ataviado como un caballero, cubierto con un rico traje de terciopelo o paño verde, con botones dorados a juego con la gruesa cadena introducida en el tahalí o correa en que se llevaba la espada. Con la mano derecha sostiene un bastón de mando, un atributo militar destinado al rey o a los generales y por ello totalmente inadecuado para el personaje, más aún si se tienen en cuenta las rígidas convenciones que regían el retrato de corte. Sin embargo, como se ha señalado, los enanos eran una excepción a quienes se permitía romper e incluso ridiculizar las reglas, sin duda de acuerdo con su señor o amo quien, en este caso, se supone fue el poderoso conde-duque de Olivares, favorito del rey Felipe IV. La pintura estuvo en las colecciones del marqués de Leganés, primo del conde-duque de Olivares, junto con otros retratos de enanos y bufones, dos de ellos pintados por Velázquez (Texto extractado de Ruiz, L. en: El Prado en el Ermitage, Museo Nacional del Prado, 2011, pp. 124-125).