Retrato de niña
1852. Óleo sobre lienzo, 112,5 x 77,5 cmNo expuesto
Se trata de un retrato realizado a los dieciochos años, cuando el pintor se hallaba en pleno proceso formativo en su Sevilla natal bajo la tutela artística de su tío Joaquín Domínguez Bécquer, discreto pintor de historia y de cámara de Isabel II y, sin embargo, excelente y renombrado artífice del desarrollo de la pintura costumbrista andaluza, en cuya formación también militó el padre del joven pintor, José Domínguez Bécquer, quien no llegó a ejercer sobre él el natural magisterio paterno por su precoz fallecimiento en 1841.
El estrecho contacto personal y profesional que mantuvo a lo largo de su vida con su hermano, el poeta Gustavo Adolfo Bécquer, y la azarosa existencia de ambos, llena de desengaños y penurias, unida a sus respectivas y prematuras muertes conforman la estampa prototipo del artista romántico marcado por el infortunio. Conocido sobre todo por su producción de escenas pintorescas y costumbristas de las provincias castellanas, aragonesas y vascas, es, sin embargo, el retrato el género en el que muestra su técnica más depurada de dibujo, destacando en su paleta la intensidad cromática de una indumentaria especialmente descrita que se destaca sobre los fondos claros y diluidos de la naturaleza de un paraje. A estos recursos descriptivos habría que añadir la introspección que personaliza la retratística de Bécquer, plasmada sobre todo a través de la mirada fija del modelo en el espectador en un sugestivo reto de indagación espiritual, como es el caso del sugerente y emblemático retrato romántico de su hermano Gustavo Adolfo, del museo de Sevilla.
Sin embargo, en este retrato de niña, de cuerpo entero, y situado en un plano medio, esta introspección queda soslayada por el protagonismo de elementos externos a su espiritualidad que confieren a la obra cierta frialdad acentuada por el posado estático y sin referencias a los atributos y enseres propios de la infancia. Así, sobre un fondo de paisaje rural, aparece representada esta distinguida niña vestida con un elegante traje de raso verde, adornado de madroños negros, bajo el que asoma una blusa blanca de cuello de ondas bordadas y de amplias mangas rematadas por volantes de encaje que adornan también los pantaloncitos que asoman por debajo de la falda que se sostiene ahuecada con la llamada crinolina, artefacto interior que hizo furor en la moda de los años cincuenta del siglo XIX para marcar el talle y aumentar el volumen de la parte inferior del cuerpo femenino. En su mano derecha sujeta una pamela de paja adornada con una ancha cinta de raso de color rosáceo, imprescindible en el atuendo de paseo, así como los borceguíes que cubren sus pies. Como aderezos, una pulsera trenzada en su mano izquierda y aretes que adornan un rostro iluminado con precisión desde la izquierda, destacando su ensortijado cabello sobre el celaje intenso del fondo.
En primer plano, adquiere protagonismo la factura de una pita reseca que envuelve de cierto carácter exótico al retrato, situado por lo demás en una soleada tarde estival en la planicie campestre que rodea una finca de campo, sugerida escuetamente a través de la arquitectura y el cercado rural del fondo. Este tipo de encuadre fue un modelo compositivo que se propagó entre los pintores románticos costumbristas nacionales y extranjeros, que identificaron este tipo de vegetación con el ambiente árido y semidesértico de los parajes andaluces, prototipos, por su cercanía al mundo oriental, del exotismo de una enaltecida imagen de España. Así, pintores e ilustradores que viajaron por España, como David Roberts, Pharamond Blanchard, Francisco de Paula van Halen o el mismo José Roldán, utilizaron estas manidas composiciones, cuyo uso coleó hasta el último tercio de la centuria en algunos pintores que se acercaron esporádicamente al mundo orientalista como fue el caso, entre otros, de Ricardo de Madrazo (Texto extractado de Gutiérrez, A., El retrato español en el Prado. De Goya a Sorolla, Madrid: Museo Nacional del Prado, 2007, p. 122).