San Pablo Ermitaño en el desierto
Segundo cuarto del siglo XVII. Óleo sobre lienzo, 166 x 108 cmDepósito en otra institución
Se desconoce la procedencia antigua de esta pintura, que en todo caso debe relacionarse con una fundación religiosa madrileña o de sus provincias limítrofes dado su paso por el Museo Nacional de la Trinidad tras la Desamortización. Con la disolución de este museo en 1872 el cuadro entra a formar parte de las colecciones del Museo del Prado y el 3 de febrero de 1879 se decide su traslado como depósito al Museo de Huesca por iniciativa de la Comisión Provincial de Monumentos y de Valentín Carderera, quien donó gran parte de su colección particular y gestionó la llegada de diversas pinturas desde la Trinidad al museo de su ciudad natal, inaugurado en 1873.
La pintura se describe en el inventario del Museo de la Trinidad (1856-1872), y más tarde en los sucesivos inventarios y catálogos del Museo de Huesca entre finales del siglo XIX y comienzos del XX, únicamente como la representación de un santo penitente en el desierto. Cruzada Villaamil no la recoge en la selección de obras de su Catálogo provisional de 1865 y Gaya Nuño mantiene la descripción genérica del cuadro como un santo penitente, en su trabajo sobre el Museo de la Trinidad de 1947, incluyéndolo entre las obras anónimas carentes de estudio. En el catálogo de 1959 y la guía de 1968 del Museo de Huesca se identifica erróneamente como un san Jerónimo, y se asigna a un autor anónimo del siglo XVII destacando la evidente calidad del cuadro. En la publicación de los depósitos del Museo del Prado en Huesca en 1994 se identifica ya como San Pablo en el desierto, anónimo español del siglo XVII. Con esta catalogación figurará hasta su convincente atribución a Diego Polo el Menor por Quesada Valera en 1999.
El pintor nos muestra al santo ermitaño de cuerpo entero, sentado sobre un peñasco, vestido únicamente con esparto, que le cubre el vientre, y un manto de color marrón. Levanta su cabeza al cielo, mientras que con su mano derecha muestra un pan, atributo del santo, colocado sobre unos pliegos de pergamino. En el ángulo superior izquierdo se perfila una cruz parcialmente iluminada por la luz crepuscular que asoma por encima de las rocas. En el suelo, apoyados sobre un tronco, un libro abierto y una calavera.
Todo el cuadro está realizado con una técnica muy característica de este maestro. Junto a trozos esbozados, tratados con una pincelada repleta de pigmento, donde los golpes de pincel se amalgaman y funden, en otras partes prefiere hacer uso de una pincelada larga, que construye los objetos en planos de color, mediante diferentes tonalidades que realzan su volumen. La forma de diseñar la barba y la cabellera del ermitaño o el mismo torso del santo muestran de modo palpable lo mencionado en primer lugar; de lo segundo, cabe destacar el manto marrón o, en cierto modo, la calavera del suelo.
El cuadro del Museo de Huesca evoca sin lugar a dudas sus conocidas representaciones de santos ermitaños como las diferentes versiones de San Jerónimo (Museo del Prado, Museo de Leipzig y Alte Pinakothek de Múnich) o el San Jerónimo azotado por los ángeles del Monasterio de El Escorial. Todos ellos presentan la técnica fundida y suelta del Tiziano tardío, junto a un evidente conocimiento de las estampas o pinturas de Jusepe Ribera en lo que se refiere al tipo humano. De hecho, el santo ermitaño de Polo demuestra un estudio profundo y exhaustivo de los cuadros de este último, algunos de los cuales bien pudo conocer en España, en las colecciones reales que, según testimonio de Lázaro Díaz del Valle, estudió detenidamente en el Monasterio de El Escorial.
El lienzo con el que este cuadro muestra una similitud más que evidente es el San Jerónimo penitente del Museo del Prado (P6776), que presenta un torso similar, ligeramente girado hacia su izquierda, la misma blandura en la ejecución de los paños, o la inconfundible barba enmarañada, canosa, de bravas pinceladas. Este modelo de santo anciano lo encontramos en otras versiones del santo, como en la de El Escorial o las de los dos museos alemanes, en especial la de Leipzig, que recuerda mucho la efigie de este San Pablo ermitaño. En todos ellos vemos detalles que revelan afinidades formales que, desde luego, se ajustan perfectamente a la descripción que hacen de su estilo tanto Lázaro Díaz del Valle como Palomino.
Quesada Valera, José María, Nueve pinturas madrileñas inéditas del siglo XVII. Goya, 1999, p.217-218, fig. 5