Viaje de Jacob a Canaán o Viaje de Rebeca a Canaán
Hacia 1687. Óleo sobre lámina de cobre, 59 x 84 cm. No expuestoSon numerosas las dudas sobre el (o la) protagonista de esta pintura, si Jacob o Rebeca. La primera referencia conocida, la testamentaría de Carlos II (1701), habla de Rebeca, mientras que en su siguiente mención en un inventario de la Colección Real (1734) se cita como el viaje de Jacob, opinión mantenida también en el Prado (Véase la última edicion del catálogo del Prado correspondiente a 1996, p. 125, donde todavía se recoge con el tema tradicionalmente admitido).
Ferrari y Scavizzi, en la segunda edición de su monografía (donde corrigen lo afirmado en la primera), recuperaron su identificación con el viaje de Rebeca, opinión que fue puesta en duda por Spinosa (Spinosa 2001a, p. 300) y negada categóricamente por Pérez Sánchez (Pérez Sánchez en Madrid 2002a, p. 184), quien retornó una vez más a Jacob.
Si se trata del viaje de Rebeca, narra el episodio en el que Abraham decidió buscar esposa para su hijo
Isaac, para lo cual envió a un criado a la tierra de sus parientes. Allí encontró a Rebeca, con la que retornó a Canaán para que esposara a Isaac (Génesis 24: 1-67). Si, por el contrario, narra el viaje de Jacob y su numerosa familia, describe la salida de este de las tierras de Labán, donde había vivido durante veinte años, encaminándose a tierras de Isaac, su padre (Génesis 30-31). La propuesta esgrimida por Pérez Sánchez, a favor de esta última identificación, toma como principal argumento
el niño que el personaje femenino porta en su regazo que, en su opinión, sería José, el único hijo de Raquel, la favorita de Jacob, cuya presencia resulta difícilmente aceptable en el caso de que se tratara de Rebeca, quien realizó su viaje para esposarse. El personaje masculino a su izquierda que, montado en un caballo, guía el camino, sería el propio Jacob. Existen dos argumentos en contra de esta hipótesis. El primero es la edad de Jacob, más de noventa años, lejos ya de la juventud que muestra en la pintura. Por otra parte, en dos versiones (Bari y Los Angeles), el niño no está presente en la escena, mostrando
con ello, probablemente, que se trata de un detalle al que Giordano concedía escasa importancia. A favor de que esta pintura represente el viaje de Rebeca está el propio protagonismo de la figura femenina que, además, daría un significado conjunto a las dos pinturas, ambas protagonizadas por mujeres del Antiguo Testamento.
Rebeca, si se trata de este personaje, dirige su mirada hacia un anciano situado en el extremo derecho
de la composición, quizás Eliezer, el criado enviado por Abraham para concertar el matrimonio. Lo cierto es que la escasa preocupación mostrada por Giordano para concretar el tema impide decantarse por una u otra propuesta. Es más, la escena permite más interpretaciones veterotestamentarias, como la partida de Abraham con su familia y ganado a la tierra de Canaán (Génesis 12: 16), tema frecuente en la pintura de los Bassano (Falomir 2001, pp. 62-63).
Giordano reprodujo una escena agitada en cuyo centro, y coronando la forma piramidal con la que el
artista dispone la escena, aparece la supuesta Rebeca sobre un camello, sosteniendo en su regazo a un niño.
En realidad, la pintura constituye una excusa para representar una escena poblada de personajes en diferentes actitudes, animales diversos, utensilios y enseres, en los que Giordano manifiesta un gusto por el detalle como pocas veces a lo largo de su carrera. Ambas pinturas forman una delicada pareja protagonizada en ambos casos por mujeres. Como en escasas ocasiones, Giordano mostro aquí un gusto por el detalle que se advierte en la minuciosa manera de tratar hasta las anécdotas más intrascendentes. No debe extrañar, pues, que alguna vez hayan sido consideradas pinturas alla maniera di Giovan Benedetto Castiglione, il Grechetto, con el que, efectivamente, guardan numerosas similitudes relativas al tema, formato, tamaño y a la cuidada manera de presentar abigarradas composiciones en las que los animales tienen un destacadísimo lugar (Griseri 1961, p. 432). En 1966 Ferrari y Scavizzi los vincularon con las pinturas del transepto de la iglesia de la Annunziata de Nápoles (1687), mencionadas por De Dominici con términos muy elogiosos (De Dominici 1729, p. 35, donde las describe como ≪bellissime istorie del Vecchio Testamento≫. Tambien De Dominici [1742-43] 2008, p. 783). Dichas pinturas se perdieron en el incendio sufrido por esa iglesia en 1757, por lo que resulta imposible verificar esa sugestiva hipótesis. Sin embargo, tanto su hábito de repetir las mismas composiciones, como la cronología de los cobres del Prado (que por razones estilísticas pueden ubicarse en un momento próximo a los frescos de la iglesia napolitana), permiten aceptar, con todas las reservas, dicha hipótesis.
Las dos pinturas del Prado son, sin duda, las mejores de todas las conservadas y, quizás también, las únicas autógrafas sin discusión. Todo ello conduce a un interesante debate sobre las obras derivativas de este artista, tanto las ejecutadas por el propio maestro, como por sus ayudantes y seguidores. Dejando a un lado las desconocidas pinturas de la citada iglesia napolitana, nos encontramos con dos versiones reducidas de su mano (Prado), diversas versiones ampliadas, en Bari (posible original), colección particular inglesa (copia) y Albi (copia), y, finalmente, otros ejemplares de calidad más mediocre, quizás pinturas realizadas fuera del ámbito estricto del maestro (Venecia, Madrid, Jerez, etc.). Además, la figura de María aparece en uno de los frescos del Escorial (Concretamente, la Bóveda del Viaje de los israelitas por el desierto. Mena 1993, reproducida en pp. 243-44, figs. 21 y 22. Los cuadros del Prado no son, por tanto y como supuso Denis Mahon, bocetos para El Escorial, con quien guardan una relación circunstancial. Ferrari y Scavizzi 1966, t. II, p. 153); y, para complicar más el panorama, la escena protagonizada por Rebeca-Raquel presenta numerosísimas variantes en los diversos ejemplares conocidos.
Todo ello constituye un magnífico ejemplo de su extraordinaria versatilidad y una razón más para explicar su faprestismo. Giordano debió conservar a lo largo de más de veinte años un juego que no ha sido localizado hasta la fecha, quizás copia de la Annunziata, aunque no resulta imposible que fuera anterior y que diera pie a las pinturas de la iglesia napolitana. Desde mitad de la década de 1680 hasta una fecha próxima a su muerte (1705), Giordano replicó dicho conjunto plasmando las modificaciones propias de su evolución estilística, al mismo tiempo que artistas de su ámbito realizaron diversas copias. Podemos considerar, incluso, que alguna salió de su taller como original del maestro.
Algunas de ellas todavía pasan por tales hoy en día. Por ello, no tiene sentido debatir sobre si las pinturas del Prado son bocetos o ricordi, es decir, si fueron pintadas antes o después de las pinturas de la iglesia napolitana (si efectivamente consideramos dicha relación). En realidad son obras autónomas producidas para una clientela ávida de pinturas coloristas, de composiciones animadas, donde Giordano (o sus ayudantes) pudiera mostrar su habilidad en composiciones complejas y donde su sobresaliente capacidad para la reproducción de animales y enseres encontrase un cauce adecuado.
Composiciones que fueron replicadas en multitud de ocasiones como consecuencia de la fuerte demanda de este tipo de pinturas, que el taller acomodó a distintos formatos, tamaños, soportes o calidades, para satisfacer exigencias de muy diversos clientes. Con estos mismos argumentos podríamos justificar también la falta de concreción en el tema tratado, puesto que nunca se pensaron como pinturas de devoción, sino ejemplos de un subgénero conocido como ≪Viajes del Antiguo Testamento≫, en la senda de Castiglione o, mejor, de los Bassano, que trataron los mismos asuntos con la misma falta de concreción, en grandes cantidades sin apenas variantes y con la presencia de manos diversas. De forma significativa, alguna de las copias conocidas de estas pinturas apareció en el mercado artístico atribuida a Leandro Bassano (Sotheby’s Nueva York, subasta del 30 de mayo de 1991, lote 74. En la ficha se citan dos ventas anteriores de esta pintura, correspondientes a 1931 y 1939, donde figuran con esta atribución).
La fecha de estas pinturas, hacia 1687, fue propuesta por Ferrari y Scavizzi en la segunda edición de su monografía, corrigiendo su opinión anterior (1966) que las situaba en su periodo español. Las razones que justifican este cambio son tanto estilísticas, como por la señalada vinculación con la Annunziata. Ambos argumentos son perfectamente asumibles, razón por la cual la fecha propuesta se mantiene en este catálogo. [Úbeda de los Cobos 2017, pp. 140-141]