Doña Antonia de Ipeñarrieta y Galdós y su hijo don Luis
Hacia 1632. Óleo sobre lienzo, 215 x 110 cm. Sala 011Una parte destacada de las personas con las que tenía que tratar cotidianamente Velázquez en el cumplimiento de sus funciones palaciegas serían personajes pertenecientes al mundo del alto funcionariado y de servidores cualificados de la Corte. Él mismo dirigía sus propias aspiraciones sociales a la pertenencia a ese grupo profesional en el que acabaría integrándose. De algunos de sus miembros nos ha dejado retratos, y entre ellos el Museo del Prado guarda los de Diego del Corral (P01195) y el de su esposa Antonia Ipeñarrieta. La retratada nació en Madrid en año que se ignora, entre 1599 y 1603. Casó en primeras nupcias con García Pérez Araciel y en segundas con Diego de Corral y Arellano, en 1627; murió en 1635. Dentro de la jerarquía palaciega ocupaba un lugar en la servidumbre del príncipe Baltasar Carlos. Han existido dudas en la identificación del niño. Como se ha señalado doña Antonia sirvió en la casa del príncipe Baltasar Carlos y, como era normal para la mayoría de los servidores, le estaba prohibido llevarlo de la mano. Esto llevó a pensar que estamos ante un retrato del príncipe. Sin embargo, el asiento de los bienes de dos de los hijos del matrimonio en 1688 aclara que se trata de Luis, uno de sus dos hermanos que llevaron ese nombre. Aunque no conociéramos la identidad de los retratados, los datos que aporta Velázquez en sus pinturas son suficientes para situarlos con cierta precisión en la escala social. Nada es gratuito en este tipo de retratos, y todos los elementos aportan información no tanto sobre la personalidad individual del modelo, cuanto sobre su rango. Tratándose de un personaje perteneciente a una sociedad estamental como la española, organizada según un sistema muy codificado de privilegios, es natural que aparezcan referencias claras a esos privilegios, que son símbolos absolutos de integración en el orden social. El hecho de que la retratada apoye su mano izquierda en una silla lejos de ser un dato gratuito o un simple recurso compositivo es una clara alusión a su derecho a sentarse. El niño lleva una campana, amuleto habitual de la época para la protección de los más pequeños. Se trata de un retrato de gran calidad cuyo autor da prueba en él de su sabiduría para sacar el mayor partido a una gama muy limitada de recursos cromáticos y compositivos. La figura es simple, muy bien asentada en un espacio indeterminado mediante la estructura cónica de su cuerpo, que se ve acompañada por elementos retóricos imprescindibles, y que basan su eficacia comunicativa en el contraste entre el sobrio entorno general y los focos de luz y expresividad que constituyen rostros y manos.
Museo Nacional del Prado, Velázquez: guía, Madrid, Museo del Prado Aldeasa, 1999, p.104