Don Diego del Corral y Arellano
Hacia 1632. Óleo sobre lienzo, 215 x 110 cm. Sala 011Una parte destacada de las personas con las que tenía que tratar cotidianamente Velázquez en el cumplimiento de sus funciones palaciegas serían personajes pertenecientes al mundo del alto funcionariado y de servidores cualificados de la Corte. Él mismo dirigía sus propias aspiraciones sociales a la pertenencia a ese grupo profesional en el que acabaría integrándose. De algunos de sus miembros nos ha dejado retratos, y entre ellos el Museo del Prado guarda los de Diego del Corral y el de su esposa Antonia Ipeñarrieta (P01196). El primero, había nacido en Silos en 1570 y murió en Madrid en mayo de 1632 después de ejercer importantes oficios relacionados con la jurisprudencia: fue así oidor del Consejo de Castilla y catedrático en Salamanca, e intervino en algún sonado juicio, como el que llevó a don Rodrigo Calderón a la horca. En 1627 se casó con Antonia de Ipeñarrieta. Aunque no conociéramos la identidad de los retratados, los datos que aporta Velázquez en sus pinturas son suficientes para situarlos con cierta precisión en la escala social. Por ejemplo la cruz de Santiago que luce en su pecho don Diego, delata su origen noble, y tanto el bufete como la toga o los papeles que sostiene en las manos son testigos de su empleo al servicio de la justicia. Nada es gratuito en este tipo de retratos, y todos los elementos aportan información no tanto sobre la personalidad individual del modelo, cuanto sobre su rango. Tratándose de un personaje perteneciente a una sociedad estamental como la española, organizada según un sistema muy codificado de privilegios, es natural que aparezcan referencias claras a esos privilegios, que son símbolos absolutos de integración en el orden social. Así, el sombrero de alto copete que descansa sobre la mesa alude a la posibilidad que su dueño tiene de cubrirse. Se trata de un retrato de gran calidad cuyo autor da prueba en él de su sabiduría para sacar el mayor partido a una gama muy limitada de recursos cromáticos y compositivos. La figura es simple, muy bien asentada en un espacio indeterminado mediante la estructura cónica de su cuerpo, que se ve acompañada por elementos retóricos imprescindibles, y que basan su eficacia comunicativa en el contraste entre el sobrio entorno general y los focos de luz y expresividad que constituyen rostros y manos. Son varias las dudas de carácter técnico, iconográfico y cronológico que plantean estos dos cuadros. La existencia de un recibo fechado en 1624 por el que doña Antonia encargaba al pintor los retratos del Rey, del conde-duque de Olivares y de su primer marido, y el hecho de que éste fuera también jurisconsulto y caballero de Santiago han llevado a pensar que estamos ante un retrato de ese año modificado para adaptarlo a la fisonomía del segundo esposo. Sin embargo, el análisis estilístico invita a rechazar esta hipótesis, por cuanto revela una técnica cercana a la de los inicios de la década de los treinta. En todo caso ha de ser anterior al 20 de mayo de 1632, fecha de la muerte del modelo, pues no resulta creíble que nos encontremos ante un retrato póstumo.
Museo Nacional del Prado, Velázquez: guía, Madrid, Museo del Prado Aldeasa, 1999, p.104