Riña de muchachos
Hacia 1694. Óleo sobre lienzo, 238,5 x 208 cm. No expuestoEste cuadro es pareja del P-1235, Niños jugando a los dados, de Pedro Núñez de Villavicencio, obra ampliada por el propio Giordano. Como nexo de unión entre el plano superior y el inferior utilizó la estrategia ensayada antes en su ampliación de Niños jugando a los dados, esto es, la presencia de un muchacho que, desde el plano superior, contempla las escenas más próximas al espectador. En este caso, el aspecto físico del joven se acerca a los de otros utilizados antes por Villavicencio, como el del victorioso joven con sombrero de Los jugadores de argolla [óleo sobre lienzo, 106 x 127,6 cm, Aalst (Bélgica), colección particular].
Se trata de una pintura mayoritariamente ignorada, cuando no abiertamente criticada por distintos autores. A los errores habitualmente enunciados, como su falta de calidad (que llevó a Pérez Sánchez a sospechar la presencia de un ayudante), podrían añadirse otros aspectos sorprendentes, como el hecho de que su autor decidiera copiar el estilo de un artista que no goza hoy de excesivo renombre, o la sospecha de una cierta desgana en su ejecución, visible, por ejemplo, en los dos luchadores, con tipos físicos indisimuladamente giordanescos. Conviene analizar con detalle todos estos aspectos.
Esta pintura forma parte del experimento a la manera de otro artista más complejo y arriesgado que Giordano llevó a cabo en toda su vida profesional.
Cuando fue realizada, Pedro Núñez de Villavicencio era pintor residente en la corte de Madrid, el cual buscó el favor de Carlos II regalándole una pintura (Niños jugando a los dados), que fue ampliada y replicada por el napolitano.
En esta operación no puede descartarse la participación del propio Villavicencio, dado que ambas obras fueron pintadas en un momento (hacia 1694) en que los dos artistas residían en Madrid. A diferencia de otras pinturas en las que imitaba a artistas consagrados, como Durero o Rafael, Giordano no compuso en esta ocasión un collage extraído de diversas pinturas (o estampas), sino que estudió las obras del sevillano disponibles en Madrid tratando de asimilar sus tipos físicos, procedimientos narrativos, asuntos tratados o aspectos característicos de su estilo, como el color, la luz, texturas, etc. Y, en todo ello, de nuevo, no resulta imposible la participación del español. Finalmente, parece que los destinatarios del experimento fueron los monarcas y su círculo cortesano más íntimo. Es por lo que, aunque las circunstancias difieren notablemente de las conocidas para pinturas de la misma naturaleza, la estrategia del napolitano sigue una pauta experimentada en ocasiones anteriores, cuyo objetivo final era conseguir el mayor impacto en los asombrados observadores de sus pinturas. Así entendido, este experimento no está muy lejano al que protagonizó el prior de la cartuja de San Martino de Nápoles, a quien Giordano vendió a través de intermediarios una obra alla maniera di Durero de su mano, todo con la intención de mostrar ante una numerosa y atónita audiencia su propia firma en la pintura [De Dominici (1742-43) 2008, pp. 835-36]. O, las sucesivas ventas de pinturas al marchante Gaspar Roomer, a la manera de Bassano, Tintoretto y Tiziano. Y todo para, finalmente, solicitarle una cantidad exorbitada por un Sansón y Dalila pintado con su propio estilo, exigencia que, naturalmente, fue rechazada por Roomer, quien había comprado el resto de las pinturas creyéndolas originales de los artistas imitados [Ibídem, pp. 397-98; sobre todo ello, Úbeda 2008, pp. 155-59].
La intención del cuadro del Prado parece próxima a sus más celebradas argucias promocionales (y comerciales), aunque, en el caso que nos ocupa, la presencia de Villavicencio tiñe el experimento de tintes sutiles, donde es posible sospechar una intención más sofisticada que supera la estrategia de engaño con final feliz (al menos para Giordano), que preside los ejemplos citados.
Y, así entendida, la elección de Villavicencio no parece en absoluto casual, sino que constituye una inteligente aplicación a las circunstancias específicas de la corte española de un modelo genérico ensayado con éxito en Italia. Efectivamente, Villavicencio, a la par que cortesano, era miembro de la baja nobleza sevillana, hombre viajado y continuador de la veta más gloriosa de la escuela española. Y los temas tratados (la mendicidad infantil, pequeños delitos, trifulcas callejeras, pobreza y enfermedad) eran por todos conocidos, aunque afectaran únicamente a los sectores más desfavorecidos de la sociedad. Y, aunque en este caso no se conozca ninguna opinión contemporánea, existen numerosos indicios indirectos que permiten sospechar que la habilidad de Giordano fue saludada, como en otras ocasiones, con notable éxito. Esta pintura y su pareja colgaron siempre juntas desde su primera mención en 1701 en el palacio de la Zarzuela, y así continuaron en distintas ubicaciones durante más de cien años, muestra indudable de que no fue olvidada su condición de pinturas realizadas para ser vistas juntas.
Como en otras ocasiones, Giordano asumió el carácter del artista imitado aunque, también como en ocasiones anteriores, su personalidad nunca desaparece del todo [Ceán Bermúdez 1800, t. II, p. 340, afirmaba sobre ello lo siguiente: ≪Se cuentan muchas anécdotas sobre haber contrahecho las pinturas de los grandes maestros: he visto algunas de su mano en este género y en todas he hallado a Jordán]≫. Como es habitual en este tipo de pinturas, su estrategia para confundir al espectador sobre la verdadera autoría del cuadro se fundamenta en un estudio detenido de las maneras de Villavicencio, imitando sus procedimientos para narrar historias, con temas superpuestos y cruzados, donde los personajes, con sus actitudes y miradas, nos conducen de uno a otro asunto. Como el niño ladrón situado a la derecha, que capta la atención del espectador solicitando su complicidad. O el que, en el extremo opuesto, nos muestra complacido y victorioso sus ganancias, semejante al protagonista del mencionado Los jugadores de argolla.
La ausencia de noticias contemporáneas nos impide conocer aspectos fundamentales de esta pintura y la relación con su pareja. ¿Se trata de una iniciativa del napolitano? ¿Es, por el contrario, un juego concebido por ambos artistas? ¿Es imposible considerar que se trate de una propuesta de Villavicencio? ¿O fueron los cortesanos (o los propios reyes) quienes forzaron el encuentro de ambos pintores solicitando a Giordano (o a los dos) pinturas que pusieran de manifiesto su capacidad mimética?
Sea cual sea la respuesta a todas estas preguntas, es necesario reconocer que el resultado final es uno de los más insatisfactorios de cuantos realizara imitando estilos ajenos. En comparación con Villavicencio y, más claramente, comparándolo con su maestro Murillo,
Giordano resulta banal y carece de la gracia, ternura y humanidad presente en los modelos murillescos, al mismo tiempo que se manifiesta incapaz de imitar la descripción un tanto ruda, aunque sincera, de Villavicencio.
En comparación con los modelos españoles, su pintura adopta un tono más anecdótico que descriptivo, superficial, y por ello carente del interés que presentan los artistas imitados. Así, por ejemplo, su interpretación del sutil procedimiento narrativo de Murillo/
Villavicencio, donde los gestos, actitudes, miradas, etc., adquieren un significado muchas veces moralizante, es, en Giordano, decepcionante. Villavicencio es un pintor de primeros planos, donde presenta en friso a la mayoría de los personajes que sostienen la acción. Al contrario que en otras imitaciones más cuidadas, Giordano renunció aquí a seguir hasta sus últimas consecuencias las características que definen el estilo del sevillano, creando planos sucesivos que podrían fácilmente haberse integrado en muchas otras pinturas. De hecho, las arquitecturas pobladas de inútiles escaleras y arcos, o detalles como el perro situado en un plano intermedio, existen en otras de su mano con escasas alteraciones [como el Homenaje a Velázquez (Ferrari y Scavizzi 1992, t. I, p. 130, n.o A531) o los bocetos de la capilla real del Alcázar].
El resultado de todo ello es una obra dispersa, desganada y poco exigente, que acumula personajes innecesarios, en los que, además, con frecuencia renuncia a la imitación de los tipos físicos de Villavicencio, a su manera de componer y a sus reflexiones moralizantes, que aquí resulta difícil adivinar.
A pesar de todo ello, no es posible identificar la mano de otro artista distinto a Giordano, como en alguna ocasión se ha propuesto. Además, parece impensable que al inicio de su estancia en Madrid, poco tiempo después de su regreso del Escorial y trabajando en una pintura para el rey, Giordano ocupará a uno de sus ayudantes en la realización de este ambicioso proyecto.
Entre las causas que podrían justificar los problemas de calidad enunciados, debería necesariamente citarse la posibilidad de que fuera un encargo que el napolitano asumió con escaso entusiasmo, posibilidad poco creíble tratándose de un proyecto de esta naturaleza.
Parece más verosímil considerar su condición de pintura realizada con extrema celeridad, por la urgencia del encargo, o por la exigencia de asombrar a la corte, habilidad que en otras ocasiones fue comentada con alborozo. Las consecuencias que se derivan de ello son la apropiación superficial de las maneras de Villavicencio y el escaso carácter de sus personajes y de los últimos planos.
Úbeda de los Cobos, Andrés, Luca Giordano en el Museo Nacional del Prado: catálogo razonado, Madrid, Museo Nacional del Prado, 2017, p.321-324