Isabel Álvarez Montes, II marquesa de Valderas y II duquesa de Castro Enríquez
1868. Óleo sobre lienzo, 202 x 126 cm. No expuestoEntre las numerosas efigies femeninas de aparato pintadas por Federico a lo largo de su carrera, reservadas debido a su importante formato a la ornamentación de las grandes residencias de la aristocracia isabelina, se encuentran algunos de los lienzos más espectaculares realizados por el artista, de los que el Prado conserva este espléndido retrato, perteneciente ya a la plena madurez de su estilo. En él se advierte claramente una mayor libertad de ejecución traducida en una riqueza pictórica profunda y jugosa, atenta ya a una visión realista del género, plenamente implantado por esos años en la pintura española. La joven dama está representada de cuerpo entero, con un magnífico vestido blanco de tul con adornos azules de raso y ancho escote, que deja al descubierto los hombros, destacándose su figura en la penumbra de un lujoso salón. Retratada a los veinte años, su rostro redondeado, de cejas anchas y rasgos grandes, se adorna con una flor en el cabello, pendientes y collar de perlas, luciendo además gruesos y suntuosos brazaletes, de uno de los cuales pende un medallón con la inicial coronada de su título de duquesa de Castro Enríquez, a juego con el broche ovalado que lleva en el pecho. Con una mano juguetea con una de sus pulseras, mientras con la otra sujeta un pañuelo de encaje.
A pesar de la extraordinaria delicadeza con que están tratadas las calidades táctiles de los tejidos del traje, como la trasparencia del tul que cae con abundantes pliegues sobre la falda o las rosetas de raso que lo adornan, el retrato está resuelto con una técnica briosa y sintética, casi abocetada en ciertas zonas, de gran efecto pictórico, lo que quizá responda -al menos en algunos fragmentos- a la intervención de su hijo Raimundo, según consta en la agenda-diario de Federico correspondiente a 1868. En ella se da cumplida cuenta de los avances en el retrato, que pintó en nueve sesiones entre el 30 de enero y el 9 de abril de ese año, mencionándose en las primeras anotaciones a la modelo como Señorita de Gaviria, por su parentesco con Manuel de Gaviria y Alcoba, marqués de Casa Gaviria y conde de Buena Esperanza, casado con su tía, de quien la retratada heredaría el título de duquesa de Castro Enríquez.
Curiosamente, entre el lujoso mobiliario que adorna la estancia para realzar la vistosidad del retrato, Federico recreó sobre la rica consola del fondo la pieza de orfebrería más famosa del llamado Tesoro del Delfín, que se guarda en el Museo del Prado desde su fundación. Se trata de un bellísimo salero de ónice y oro con incrustaciones, obra francesa de la primera mitad del siglo XVI que Madrazo pudo copiar del natural, ya que desde 1860 era director del Prado y tenía, por tanto, acceso privilegiado a sus colecciones (Texto extractado de Díez, J. L. en: El siglo XIX en el Prado, Museo Nacional del Prado, 2007, pp. 182-184).