Ramillete de flores
Hacia 1780. Óleo sobre lienzo, 40,4 x 35,5 cm. Sala 039Este cuadro y su pareja (P1042) fueron adquiridos por Carlos IV para su propiedad personal, pasando después a integrarse en las Colecciones Reales. Poseen una factura y composición que les aproxima a las obras del pintor francés Michel-Nicolas Micheux (1688-1733), dentro de una estética rococó, elegantemente sugestiva, al modo internacional, ya próxima a periclitar, desplazada por el triunfante Neoclasicismo, que acabó sobreponiéndose a todas las formas del Barroco.
Su formulación agradable, ligera y de bellos efectos decorativos evocan mucho más las creaciones francesas dentro del amplio campo de la pintura de flores del reinado de Luis XV (1715-1774) que la escuela española del momento en que se debieron culminar, durante la última década de los tiempos de Carlos III (1759-1788). Con todo se trata de unas obras bien planteadas y hábilmente culminadas, destacando como en sus reducidas dimensiones el pintor merced a sus dotes de observación pudo lograr unas pinturas de excelente calidad e indudable efectismo decorativo.
La forma levemente ovalada interior presta a ambas piezas una rara singularidad, realzada por la mezcla floral: rosas, tulipanes, lirios, claveles y otros ejemplos de flores atados por cintas de brillantes tonalidades azuladas. Se da una exquisita combinación cromática, armonizando una gama fría con violáceos y rosados, lo que unido a los aquilatados toques de pincel produce el efecto sobre los pétalos de reflejos de gemas, delicadas irisaciones y finas transparencias. Además resultan excelentes tanto la seguridad del dibujo, firme y preciso, como el compendio de menudos detalles plenos de maestría. Todo ello induce a pensar que los óvalos fueron llevados a cabo en una fase madura de la producción del autor, tal vez durante el período en el que alcanza sus primeros éxitos en Bilbao, en torno a 1780, o algo después cuando recibe el encargo de pintar los puertos del Cantábrico, sin que por el momento pueda precisarse una datación concluyente.
Este tipo de creaciones florales, gracias al modo pleno de cercanía, dotado de una sensación de realidad tangible, en que se muestran ante la mirada del espectador, que aprecia la manera extremadamente viva, y a la vez bien coordinada, de su presentación, ejercen una irresistible fascinación en quien las contempla. Tal fórmula artística, que puede haber nacido determinada únicamente por razones de orden estético, es propia de una época que no tiene tanto interés como en el pasado Siglo de Oro, por reflejar el componente efímero de las cosas, nutrido de una considerable carga simbólica; por el contrario evidencia el gusto por los aspectos decorativos, no en vano muchos de estos motivos florales acaban sugiriendo ideas para quienes trabajando el esmalte o la porcelana, poseían un conjunto de ideas que, propiciando efectismos formales, servían para plasmarse sobre superficies de porcelana con destino a su inserción en muebles de gran calidad enriqueciendo las superficies de maderas preciosas del suntuoso mobiliario de entonces.
Lejos de la espectacularidad de que hacían gala muchos de sus coetáneos extranjeros, amigos de fastuosos agrupamientos, Paret y Alcázar prefiere un estilo finamente detallado, tratando con sencillez y gracia. Denota, además, una sutil tendencia a precisar las calidades de los elementos y a manifestar el gusto por los suaves contrastes de luz y sombra con objeto de reforzar la seguridad del volumen y la creación de ambiente atmosférico, en aras de una verosimilitud tan grata como integradora de autenticidades, en virtud de la rica variedad del repertorio escogido de temas de la naturaleza, sin aparente asomo de alteración de su prístina inmediatez (Texto extractado de Luna, J. J.: El bodegón español en el Prado. De Van der Hamen a Goya, Museo Nacional del Prado, 2008, p. 126).