Santo Domingo de Guzmán
Hacia 1685. Óleo sobre lienzo, 240 x 160 cmNo expuesto
El santo español Domingo de Guzmán (1170-1221) fue fundador de la orden de los dominicos, una de las agrupaciones religiosas que alcanzarían un mayor poder e influencia en la Europa católica. Entre otros motivos por su papel en la defensa de la ortodoxia a través de la Inquisición, que encabezaron los propios dominicos. Para su convento madrileño del Rosario, Claudio Coello realizó cinco cuadros, entre los que se cuenta éste. Fueron pintados probablemente a mediados de la década de los setenta del siglo XVII, una época en la que Coello era un pintor relativamente joven, pero en la que ya se había hecho una buena posición en el panorama artístico madrileño gracias a importantes proyectos para decorar iglesias y conventos de Madrid y su entorno, y a obras tan singulares como, por ejemplo, El triunfo de san Agustín (1664) (Museo del Prado, P664). En todas esas obras había dado muestras no sólo de su gran calidad técnica y su inusual dominio del dibujo, sino también de una originalidad y una valentía compositivas que lo convirtieron en uno de los grandes representantes del pleno Barroco madrileño.
Todas esas cualidades están presentes en Santo Domingo de Guzmán, un cuadro de gran efectividad estética y al mismo tiempo de considerable originalidad, que hace que no se parezca a las imágenes habituales del santo dominico. El santo se acompaña de una gran cantidad de alusiones que lo identifican sin lugar a dudas, y de hecho existe hasta cierto exceso: la cruz dominica, el hábito de la orden, el rosario al cinto, la azucena y el libro en la mano derecha, y el orbe y el perro con el cirio a sus pies. Pero mientras que no existe ninguna novedad reseñable en este aspecto, si la hay, y mucha, en la presentación que se hace del personaje, que se resuelve de una manera extraordinariamente escenográfica.
El santo aparece sobre una peana, con lo que se está sugiriendo la idea de escultura. Pero esa sugerencia es ambigua, pues tanto la expresión facial y corporal del personaje como la sensación de vida que logra transmitir Claudio Coello a través de su énfasis en los valores cromáticos, contradicen la idea de estatua muerta e inmutable. En ese juego participa también el espacio en el que se sitúa el santo, al que nos introduce el pintor a través de una cortina roja recogida, que subraya el carácter de aparición y desvelamiento que tiene la escena. La cortina da paso a un escenario muy poderoso desde un punto de vista formal, y también ambiguo en lo que respecta a su grado de realidad. Lo forman cuatro grandes columnas que sustentan capiteles de orden compuesto, pero en vez de acotar un espacio interior se abren a un fondo de cielo, lo que permite crear una iluminación muy efectista con la que se crean unos contrastes que potencian extraordinariamente la figura del santo en primer plano. A ese efecto también contribuye la perspectiva notablemente baja del conjunto, que da como resultado que santo Domingo tenga una gran monumentalidad. Esta obra, en la que se mezclan la pintura, la escultura, la arquitectura y la escenografía, constituye la culminación de la aspiración barroca a la integración de las artes, pero entendida no como un entretenimiento artificioso, sino como un instrumento para imponer más eficazmente en el receptor la presencia de la imagen del santo.
El cuadro llegó al Prado desde el desaparecido Museo de la Trinidad, al que habían ido a parar las obras de muchos conventos castellanos secularizados en 1835.
El Prado en el Hermitage, Museo Estatal del Hermitage: Museo del Prado, 2011, p.154-155