El pintor Eduardo Rosales
1867. Óleo sobre lienzo, 46,5 x 37 cmSala 062A
Federico de Madrazo gustó retratar a sus amigos pintores; incluso a aquellos jóvenes artistas de las nuevas generaciones por quienes Madrazo, ya maestro consagrado, sintió sincera admiración. Aunque esta afición la demostró a lo largo de toda su carrera, se hace especialmente frecuente a partir de la década de los sesenta y concretamente desde 1867, en que retrata al gran paisajista Carlos de Haes y a Mariano Fortuny.
También en 1867, Madrazo realiza este espléndido retrato del gran pintor madrileño Eduardo Rosales, que está representado a sus 31 años de busto corto, ante un fondo neutro, vestido con chaleco, corbata y levita negros, ostentando sobre la solapa la escarapela roja de la Legión de Honor Francesa, recién concedida al pintor ese mismo año en la Exposición de París por su celebérrimo cuadro Doña Isabel la Católica dictando su testamento (P04625). De cabellera abundante, barba recortada y fino bigote, dirige su cabeza hacia la izquierda, quedando así ensombrecidos sus ojos y resaltados los rasgos afilados de su delgado rostro, de tez pálida y macilenta, que acusa ya la gravedad de su tuberculosis, que le llevaría a la tumba antes de cumplir los 37 años.
Federico de Madrazo mantuvo una relación de cordial amistad con Eduardo Rosales, íntimo amigo a su vez de su hijo Raimundo y a quien su aguda visión de pintor le hacía considerar como una de las más firmes promesas de la pintura de su tiempo. Amistad de la que queda constancia en las agendas de Madrazo y de la que es supremo testimonio el presente retrato, pintado en Madrid durante la breve estancia de Rosales en la Corte a su vuelta de Panticosa y antes de regresar a Roma, donde se había instalado años atrás produciendo allí su gran obra maestra y pieza capital de la pintura española del siglo XIX, Doña Isabel la Católica dictando su testamento (P04625).
En este retrato Madrazo saca el máximo provecho de la interesantísima cabeza de Rosales, a la finura de sus rasgos, la nobleza de su semblante y su expresión algo triste y melancólica, producto en buena medida de su enfermedad. Sin embargo, frente a la obligada franqueza que Federico de Madrazo emplea habitualmente en sus efigies de artistas, en esta ocasión ha querido plasmar con extraordinaria delicadeza y suavidad la personalidad débil y enfermiza de Rosales, sin perder sin embargo por ello ni un ápice de la nobleza de su modelo y la imponente presencia de su figura, resuelta con una sincera dignidad. Así, el recurso de desviar la mirada del pintor y aproximar su pose casi al perfil, le permite modelar el volumen de su cabeza acusando la delgadez del cuello, la barba puntiaguda, la nariz aguileña o la boca entreabierta, dejando velados en una suave penumbra los ojos del artista, de mirada cansada y triste, logrando con ello un retrato de singular atractivo, y sin duda alguna, la efigie más bella del malogrado pintor.
Por sus característicos rasgos angulosos y enfermizos, el rostro de Rosales sirvió en numerosas ocasiones de modelo a sus amigos artistas para algunas de sus obras más celebradas. Así, encarnó, entre otros, al protagonista del cuadro Torcuato Tasso se retira al Convento de San Onofre sobre el Gianicolo (P04740), de Gabriel Maureta y Aracil conservado en el Museo del Prado, y prestó sus rasgos al rostro de Cristo en el espléndido Descendimiento (P04667) de Domingo Valdivieso y en el Cristo yacente (E00815) esculpido en mármol por Agapito Vallmitjana, también en el Museo del Prado. Por otra parte, son numerosísimos los testimonios gráficos sobre la fisionomía de Rosales, bien a través de fotografías, como de sus propios autorretratos, la mayoría de ellos plasmados en dibujos caricaturescos. De los considerados autorretratos pintados al óleo, tan solo puede admitirse como autógrafo el que pertenecía a Isabel Payá (Texto extractado de Díez, J.L.: "El pintor Eduardo Rosales", Artistas pintados. Retratos de Pintores y Escultores del Siglo XIX en el Museo del Prado. Museo Nacional del Prado; Subdirección General de Promoción de las Bellas Artes; Àmbit Servicios Editoriales, 1997, pp. 118-120).