Santa Águeda
Último cuarto del siglo XVII. Óleo sobre lienzo, 184 x 108 cmDepósito en otra institución
La santa mártir, en pie, ocupa dos tercios de la composición. Vestida con ropas lujosas, confeccionadas en ricas telas que se recogen en plegados ampulosos, muestra su figura concebida con monumentalidad. Su rostro, para el que Rizi ha utilizado un modelo femenino frecuente en su obra, y su mirada se dirigen hacia lo alto, donde un angelito, cuyo tipo también es habitual en la producción del pintor, dibuja una fuerte diagonal mientras se dispone a depositar sobre la cabeza de la santa una corona de flores. Santa Águeda apoya su mano izquierda sobre una mesa cuyo soporte es una sucesión de curvas, contracurvas y espirales, a la vez que sostiene la palma alusiva a su martirio, y con la derecha sujeta uno de sus pechos, que le serían arrancados. Todo el lateral izquierdo está ocupado por una apertura luminosa de celajes, excepto en la zona inferior, donde sobre un fondo de paisaje se representa a la bienaventurada atada a una columna en el momento del martirio, cuando un sayón provisto de grandes tenazas le quita los senos en presencia de varios personajes, y entre ellos, sentado, el propio prefecto romano. Quintiliano había ordenado esta acción al no plegarse la virgen siciliana a sus deseos ni a sacrificar a los dioses paganos. Curada posteriormente por el propio San Pedro, la santa moriría más tarde en la prisión, quemada por carbones ardientes en el suelo de su celda. En el lienzo, pese a estar algo oscurecido a causa del incendio de la Diputación de Guipúzcoa en 1885, donde estaba entonces depositado, se aprecia libertad en la combinación de colores, de tonos brillantes y suntuosos, y una técnica ágil, ligera y deshecha; todo habla de su conocimiento de las pinturas de Rubens y Van Dyck. Esta soltura de pincel está exagerada, si cabe, en el paisaje y en la escena del último término, que parecen sin terminar y están resueltos con una factura muy suelta, casi con manchas de color, como si se tratase de esbozos. Por otra parte, la iluminación general, que evita los contrastes fuertes, crea una sensación casi lírica, presente en su obra en etapas avanzadas. Es esta la pintura que Palomino, Ponz y Ceán Bermúdez vieron situada en un pilar, hacia los pies del templo, en la Iglesia de los Trinitarios Calzados, de Madrid (Texto extractado de Orihuela, M.: Pintores del reinado de Carlos II, Museo del Prado, 1996, p. 44).